Cuando uno se compra un portátil o una pantalla plana para el ordenador, le recomiendan comprobar que no hay ningún fallo en ella, que todos los puntos (“píxels”) funcionan correctamente. Para ello hay que poner la pantalla en negro por si se ve algún punto blanco, que sería el erróneo; de otra manera, a simple vista, es imposible detectar el fallo de un solo píxel.
Nuestra vida se puede ver como un entramado de relaciones que contribuyen a configurar lo que somos (como una pantalla, con multitud de puntos que configuran la imagen). Si alguno de esas relaciones (puntos) está mal, el resultado final no es bueno, la imagen no es buena, hay que arreglar la pantalla.
Y el culto, la ofrenda a Dios, el presentarle a Él lo que somos y lo que aspiramos a ser, es la ocasión en que se aprecian esos pequeños fallos de imagen. Acercarnos al altar es como poner la pantalla en negro: se ven a primera vista los puntos erróneos. Y entonces no podemos disimular, no podemos pretender que con algún píxel deteriorado, con alguna relación alterada, las cosas van bien. Y si en vez de uno son varios….
Este texto evangélico nos invita a poner de vez en cuando nuestra pantalla de relaciones en negro y detectar (si es que no lo sabemos ya de antemano) qué puntos no funcionan, qué relaciones humanas no son correctas, evangélicas, para arreglarlas mientras sea posible.
Y arreglarlas supone también que el otro repara al mismo tiempo el punto correspondiente en su propia pantalla. Aunque el pasaje de hoy parece referirse más bien a las actitudes de uno mismo, sabemos que no hay nada que hagamos o digamos que no tenga su repercusión en la comunidad, en el grupo, en el ambiente,… Y precisamente de cara al grupo tenemos la responsabilidad evangélica de ser creadores de armonía, de paz, y no de tensión o relaciones deterioradas.
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