La
parábola evangélica del rico Epulón y del pobre Lázaro ocupa hoy lugar
privilegiado en la liturgia de la palabra y prepara nuestro corazón para ir a
la mesa eucarística en actitud pobre y humilde, contrita y arrepentida.
Tratar
de vivir como “rico Epulón”, rodeado de placeres y dinero en esta vida, y
esperar que “en el más allá” nos hayan reservado y nos sirvan placeres nuevos,
es pretender burlarse de Dios, de sus juicios, de sus hijos, de la vida
misma.
No
seamos fantasiosos egoístas. Pensemos seriamente que hemos de programar horas
del discernimiento para revisar lo que hacemos día a día. Y a la hora de tomar
opciones radicales veremos que la balanza se inclina o por elegir y
comprometerse a vivir con Cristo en nuestra historia personal o actuar de forma
que renunciamos a Él rindiéndonos a la atracción de otros imanes
poderosos.
Es
decir, o decidimos ser hombres cargados de interioridad, limpia, espiritual, o
sucumbimos a las pasiones y caprichos del hombre exterior, carnal, egoísta,
autosuficiente. Si el primer tipo de hombre se llama Lázaro, el segundo toma el
nombre de Epulón.
Epulón, es extremo de materialista,
egocéntrico, falto de horizonte espiritual, insensible a personas de su
contorno, cerrado a gestos de gratuidad que le vinculen con los
necesitados.
Lázaro, es el extremo del desposeimiento de sí mismo, del verdadero pobre
de espíritu que pone su riqueza en hacer ricos a los demás, no materialmente
sino:
-dando
unos minutos al servicio de caridad, solidaridad, afecto, animación, cuando
para sí mismo no lo tiene;
-dando
ánimo a quien se siente turbado, cuando él mismo amanece desanimado...