“¡Los ogros tienen capas!” Exhorta Shrek a Asno en
un curioso (y no por ello carente de sentido) diálogo. Y los humanos también.
Peter Josef Kentenich, sacerdote católico en proceso de beatificación y
fundador del Movimiento Apostólico de Schoenstatt, plantea en sus escritos que
el hombre, unión de cuerpo y alma, está estructurado en estratos. Estratos que
abarcan desde los anhelos más profundos del alma y son expresión de su
espiritualidad hasta las apetencias más superficiales ligadas a la
concupiscencia, a la sensualidad. Mediante este planteamiento se diferencia la
vida sobrenatural, la biológica, la psíquica y la intelectual. Supongo que
coincidiremos, autor y lector, en que el deseo de amar y ser amado, por
ejemplo, es una aspiración del hombre más -mucho más- elevada que el de ver
jugar a los Celtics contra los Lakers.
Esta manera de ver al hombre nos puede ayudar a
entender porqué el cristiano, y más a partir de hoy, Miércoles de Ceniza, que
empieza la Cuaresma, está llamado al ayuno y la abstinencia. La Cuaresma es el
tiempo de preparación para la Pascua, de conversión y reconciliación con Dios,
de penitencia. Es un tiempo en que debemos acercarnos más a Dios e
identificarnos más con Cristo, que es el modelo a seguir hasta que, como dijo
San Pablo “ya no soy yo quien vive, sino
Cristo que vive en mí” (Gal 2, 20). Para ello es necesario permitir y favorecer
el desarrollo de la vida sobrenatural inherente en nuestro ser, pues mediante
ella el hombre es capaz de relacionarse con Dios e intensificar su trato
con Él.
Con este objetivo, y más aún en la época actual,
donde el consumismo y el materialismo son realidades muy presentes en nuestra
sociedad, es necesario desapegarse de aquello que satisface nuestra
concupiscencia, romper las cadenas del placer y facilitar así el desarrollo de
la vida sobrenatural del hombre. ¿Exige sacrificio? No debería sorprendernos.
Sacrificio proviene del latín ‘sacro’ y ‘facere’, hacer algo sagrado, que nada
tiene que ver con el significado que se le da hoy de dolor y pérdida. Cada vez
que decidimos hacer algo por Dios renunciamos a muchas otras cosas por Él.
Estamos haciendo un sacrificio. El sacrificio debe ser una realidad presente en
todo momento en la vida del cristiano. Además, el hombre es propiamente hombre
cuando se niega, haciendo uso de su condición de ser libre. La renuncia tiene
como consecuencia inmediata el aumento del dominio de uno mismo, de llevar las riendas
de nuestra vida. En palabras de San Ambrosio “quien no se abstiene de ninguna
cosa lícita, está muy cerca de las ilícitas“. La renuncia nos hace libres y es
dentro de este marco de libertad donde quiere Dios que le amemos.
La Cuaresma es además tiempo de penitencia, y el
ayuno es, en este ámbito, una muestra concreta de cara a Dios de
arrepentimiento y petición sincera de perdón. Nuestra naturaleza está herida
por el pecado original. Somos pobres pecadores necesitados de su Misericordia y
gracia para alcanzar la vida eterna, la salvación que Dios quiere para todos
los hombres y fin último de nuestra vida. Por eso es necesario y propio de un
corazón humilde y arrepentido purgar por las ofensas cometidas a modo de
reparación.
Por último, Jesús nos da ejemplo cuando antes de
empezar el ejercicio de su vida pública, después de su Bautismo en el Jordán,
se retira durante cuarenta días a orar y ayunar en el desierto. Es una llamada
al ayuno y muestra clara de la importancia que debe tener en nuestra vida, unido siempre a una intensa oración.
Por lo tanto, no debe sorprendernos que durante la
Cuaresma la Iglesia nos invite a guardar el ayuno y la abstinencia y a hacerlo
de cara a Dios y no a los hombres.