“En aquel tiempo, un escriba se acercó a Jesús y le preguntó:
«¿Qué mandamiento es el primero de todos?». Respondió Jesús:
«El primero es: “Escucha, Israel, el Señor, nuestro Dios, es el único
Señor: amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con
toda tu mente, con todo tu ser”. El segundo es este: “Amarás a tu prójimo como
a ti mismo”. No hay mandamiento mayor que estos».
El escriba replicó:
«Muy bien, Maestro, sin duda tienes razón cuando dices que el Señor es
uno solo y no hay otro fuera de él; y que amarlo con todo el corazón, con todo
el entendimiento y con todo el ser, y amar al prójimo como a uno mismo vale más
que todos los holocaustos y sacrificios».
Jesús, viendo que había respondido sensatamente, le dijo:
«No estás lejos del reino de Dios».
Y nadie se atrevió a hacerle más preguntas.” (Mc 12, 28b-34)
Hoy, la liturgia cuaresmal nos presenta
el amor como la raíz más profunda de la autocomunicación de Dios: «El alma no
puede vivir sin amor, siempre quiere amar alguna cosa, porque está hecha de
amor, que yo por amor la creé» (Santa Catalina de Siena). Dios es amor
todopoderoso, amor hasta el extremo, amor crucificado: «Es en la cruz donde
puede contemplarse esta verdad» (Benedicto XVI). Este Evangelio no es sólo una
autorrevelación de cómo Dios mismo quiere ser amado. Con un mandamiento del
Deuteronomio: «Ama al Señor, tu Dios» y otro del Levítico: «Ama a los otros»,
Jesús lleva a término la plenitud de la Ley. Él ama al Padre como Dios
verdadero nacido del Dios verdadero y, como Verbo hecho hombre, crea la nueva
Humanidad de los hijos de Dios, hermanos que se aman con el amor del Hijo.
La llamada de Jesús a la comunión y a
la misión pide una participación en su misma naturaleza, es una intimidad en la
que hay que introducirse. Jesús no reivindica nunca ser la meta de nuestra
oración y amor. Da gracias al Padre y vive continuamente en su presencia. El
misterio de Cristo atrae hacia el amor a Dios mientras que, a la vez, es camino
para reconocer, verdad en el amor y vida para el hermano visible y presente. Lo
más valioso no son las ofrendas quemadas en el altar, sino Cristo que quema
como único sacrificio y ofrenda para que seamos en Él un solo altar, un solo
amor.
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