“En aquel tiempo,
dijo Jesús a los sumos sacerdotes y a los ancianos del pueblo:
«Escuchad otra
parábola:
“Había un
propietario que plantó una viña, la rodeó con una cerca, cayó en ella un lagar,
construyó una torre, la arrendó a unos labradores y se marchó lejos.
Llegado el tiempo
de los frutos, envió sus criados a los labradores para percibir los frutos que
le correspondían. Pero los labradores, agarrando a los criados, apalearon a
uno, mataron a otro y a otro lo apedrearon.
Envió de nuevo
otros criados, más que la primera vez, e hicieron con ellos lo mismo. Por
último, les mandó a su hijo diciéndose: ‘Tendrán respeto a mi hijo’.
Pero los
labradores, al ver al hijo se dijeron: ‘Este es el heredero: venid, lo matamos
y nos quedamos con su herencia’.
Y agarrándolo, lo
sacaron fuera de la viña y lo mataron. Cuando vuelva el dueño de la viña, ¿qué
hará con aquellos labradores?”».
Le contestan: «Hará
morir de mala muerte a esos malvados y arrendará la viña a otros labradores que
le entreguen los frutos a su tiempo».
Y Jesús les dice: «¿No
habéis leído nunca en la Escritura:
“La piedra que
desecharon los arquitectos
es ahora la piedra
angular.
Es el Señor quien
lo ha hecho,
ha sido un milagro
patente”?
Por eso os digo que
se os quitará a vosotros el reino de Dios y se dará a un pueblo que produzca
sus frutos».
Los sumos
sacerdotes y los fariseos, al oír sus parábolas, comprendieron que hablaba de
ellos.
Y, aunque
intentaban echarle mano, temieron a la gente, que lo tenía por profeta.” (Mt
21, 33-43. 45-46)
Hoy,
Jesús, por medio de la parábola de los viñadores homicidas, nos habla de la
infidelidad; compara la viña con Israel y los viñadores con los jefes del
pueblo escogido. A ellos y a toda la descendencia de Abraham se les había
confiado el Reino de Dios, pero han malversado la heredad: «Por eso os digo: se
os quitará el Reino de Dios para dárselo a un pueblo que rinda sus frutos».
Nosotros
hemos recibido, en la persona de Jesús y en su mensaje, un regalo único que
hemos de hacer fructificar. No nos podemos conformar con una vivencia
individualista y cerrada a nuestra fe; hay que comunicarla y regalarla a cada
persona que se nos acerca. De ahí se deriva que el primer fruto es que vivamos
nuestra fe en el calor de familia, el de la comunidad cristiana.
Pero
se trata de una comunidad cristiana abierta, es decir, eminentemente misionera.
Por la fuerza y la belleza del Resucitado “en medio nuestro”, la comunidad es
atractiva en todos sus gestos y actos, y cada uno de sus miembros goza de la
capacidad de engendrar hombres y mujeres a la nueva vida del Resucitado.
Vivamos
en el santo temor de Dios, no fuera que nos sea tomado el Reino y dado a otros.
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