“En aquel tiempo, la gente se apiñaba alrededor de
Jesús, y él se puso a decirles:
«Esta generación es una generación perversa. Pide
un signo, pero no se le dará más signo que el signo de Jonás. Pues como Jonás
fue un signo para los habitantes de Nínive, lo mismo será el Hijo del hombre
para esta generación.
La reina del Sur se levantará en el juicio contra
los hombres de esta generación y hará que los condenen, porque ella vino desde
los confines de la tierra para escuchar la sabiduría de Salomón, y aquí hay uno
que es más que Salomón.
Los hombres de Nínive se alzarán en el juicio
contra esta generación y harán que la condenen; porque ellos se convirtieron
con la proclamación de Jonás, y aquí hay uno que es más que Jonás».” (Lc 11,
29-32)
Hoy, Jesús nos dice que la señal que dará a la
“generación malvada” será Él mismo, como la “señal de Jonás”. De la misma
manera que Jonás dejó que lo arrojaran por la borda para calmar la tempestad
que amenazaba con hundirlos, de igual modo permitió Jesús que le arrojasen por
la borda para calmar las tempestades del pecado que hacen peligrar nuestras
vidas. Y, de igual forma que Jonás pasó tres días en el vientre de la ballena
antes de que ésta lo vomitara sano y salvo a tierra, así Jesús pasaría tres
días en el seno de la tierra antes de abandonar la tumba.
La señal que Jesús dará a los “malvados” de cada
generación es su muerte y resurrección. Su muerte, aceptada libremente, es la
señal del increíble amor de Dios por nosotros: Jesús dio su vida para salvar la
nuestra. Y su resurrección de entre los muertos es la señal de su divino poder.
Pero, además, Jesús es también la señal de Jonás en
otro sentido. Jonás fue un icono y un medio de conversión. Cuando en su predicación
advierte a los ninivitas paganos, y éstos se convierten. Durante estos cuarenta
días de Cuaresma, tenemos a alguien “mucho más grande que Jonás” predicando la
conversión a todos nosotros: el propio Jesús. Por tanto, nuestra conversión
debiera ser igualmente exhaustiva.
La semana pasada, el Miércoles de Ceniza, nos
cubrimos con ceniza, y cada uno escuchó las palabras de la primera homilía de Jesucristo,
«Arrepiéntete y cree en el Evangelio». La pregunta que debemos hacernos es: — ¿Hemos
respondido ya con una profunda conversión como la de los ninivitas y abrazado
aquel Evangelio?
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