“En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «Sed misericordiosos como
vuestro Padre es misericordioso; no juzguéis, y no seréis juzgados; no
condenéis, y no seréis condenados; perdonad, y seréis perdonados; dad, y se os
dará: os verterán una medida generosa, colmada, remecida, rebosante, pues con la
medida con que midiereis se os medirá a vosotros».” (Lc 6, 36-38)
La verdadera religión consiste en entrar en sintonía con este Corazón “rico
en misericordia”, que nos pide amar a todos, incluso a los lejanos y a los
enemigos, imitando al Padre celestial, que respeta la libertad de cada uno y
atrae a todos hacia sí con la fuerza invencible de su fidelidad. El camino que
Jesús muestra a los que quieren ser sus discípulos es este: “No juzguéis…, no
condenéis…; perdonad y seréis perdonados…; dad y se os dará; sed
misericordiosos, como vuestro Padre es misericordioso”. En estas palabras
encontramos indicaciones muy concretas para nuestro comportamiento diario de
creyentes.
En nuestro tiempo, la humanidad necesita que se proclame y testimonie
con vigor la misericordia de Dios. El amado Juan Pablo II, que fue un gran
apóstol de la Misericordia divina, intuyó de modo profético esta urgencia
pastoral. Dedicó al Padre misericordioso su segunda encíclica, y durante todo
su pontificado se hizo misionero del amor de Dios a todos los pueblos. Después
de los trágicos acontecimientos del 11 de septiembre de 2001, que oscurecieron
el alba del tercer milenio, invitó a los cristianos y a los hombres de buena
voluntad a creer que la misericordia de Dios es más fuerte que cualquier mal, y
que sólo en la cruz de Cristo se encuentra la salvación del mundo.
La Virgen María, Madre de la Misericordia, nos obtenga el don de confiar
siempre en el amor de Dios y nos ayude a ser misericordiosos como nuestro Padre
que está en los cielos.
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