“En aquel tiempo, dijo Jesús esta parábola a algunos que
confiaban en sí mismos por considerarse justos y despreciaban a los demás:
«Dos hombres
subieron al templo a orar. Uno era fariseo; el otro, publicano. El fariseo,
erguido, oraba así en su interior:
“Oh, Dios!, te doy gracias porque no soy como los demás
hombres: ladrones, injustos, adúlteros; ni tampoco como ese publicano. Ayuno
dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo”.
El publicano, en cambio, quedándose atrás, no se atrevía
ni a levantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho diciendo: “Oh,
Dios!, ten compasión de este pecador”.
Os digo que este bajó a su casa justificado, y aquel no.
Porque todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será
enaltecido».” (Lc 18, 9-14)
Hoy, inmersos en la cultura de la
imagen, el Evangelio que se nos propone tiene una profunda carga de contenido.
En el pasaje que contemplamos vemos que
en la persona hay un nudo con tres cuerdas, de tal manera que es imposible
deshacerlo si uno no tiene presentes las tres cuerdas mencionadas. La primera
nos relaciona con Dios; la segunda, con los otros; y la tercera, con nosotros
mismos. Fijémonos en ello: aquéllos a quien se dirige Jesús «se tenían por
justos y despreciaban a los demás» y, de esta manera, rezaban mal. ¡Las tres
cuerdas están siempre relacionadas!
¿Cuál es el secreto para deshacer el
nudo? Nos lo dice la conclusión de esa incisiva parábola: la humildad. Así
mismo lo expresó santa Teresa de Ávila: «La humildad es la verdad».
Es cierto: la humildad nos permite
reconocer la verdad sobre nosotros mismos. Ni hincharnos de vanagloria, ni
menospreciarnos. La humildad nos hace reconocer como tales los dones recibidos,
y nos permite presentar ante Dios el trabajo de la jornada. La humildad
reconoce también los dones del otro. Es más, se alegra de ellos.
Finalmente, la humildad es también la
base de la relación con Dios. Pensemos que, en la parábola de Jesús, el fariseo
lleva una vida irreprochable, con las prácticas religiosas semanales e,
incluso, ¡ejerce la limosna! Pero no es humilde y esto carcome todos sus actos.
Tenemos cerca la Semana
Santa. Pronto contemplaremos a Cristo en la Cruz: «El Señor crucificado es un
testimonio insuperable de amor paciente y de humilde mansedumbre» (San Juan
Pablo II).
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