domingo, 23 de octubre de 2011

MISTERIOS DEL SANTO ROSARIO

QUINTO MISTERIO DE GOZO: EL NIÑO PERDIDO Y HALLADO EN EL TEMPLO.


“Sus padres iban todos los años a Jerusalén a la fiesta de la Pascua. (...) Subieron ellos como de costumbre a la fiesta y, al volverse, pasados los días, el niño Jesús se quedó en Jerusalén, sin saberlo sus padres(...). Se volvieron a Jerusalén en su busca(...). Al cabo de tres días, le encontraron en el templo sentado en medio de los maestros, escuchándoles y preguntándoles; todos los que le oían, estaban estupefactos por su inteligencia y sus respuestas.”

También María iba todos los años a Jerusalén, aunque era una obligación que la Ley mosaica imponía sólo a los varones. Los peregrinos solían hacer el camino en grupos numerosos, lo que facilitó que José y María no advirtieran la ausencia de Jesús durante horas; es fácil imaginar su preocupación, angustia e inquietud, como buenos padres, al comprobar que se les había extraviado. ¡Cuánto sufrimiento, hasta encontrarlo! Lo hallaron en medio de los doctores, formulando preguntas y respuestas que sobrepasaban el nivel de comprensión de un niño y que dejaban llenos de asombro a maestros y oyentes. El encontrarlo produjo en José y en María los sentimientos que la pérdida y posterior hallazgo de un hijo producirían en cualquier padre o madre. Las palabras de María son un cariñoso reproche de madre, a la vez que la expresión espontánea del dolor que les ha causado el hijo con su comportamiento. En su respuesta, Jesús llama a Dios «mi Padre», y manifiesta que su filiación divina y su misión han de llevarle en ocasiones a romper los naturales lazos humanos con su familia, de lo que era una primera muestra la aflicción causada ahora a sus padres, cosa que no se repetiría hasta el tiempo de su actividad mesiánica pública: Jesús bajó con ellos a Nazaret y siguió estándoles sujeto. Verdaderamente, los caminos de Dios son a veces muy difíciles de comprender, incluso para personas tan llenas del Espíritu Santo y tan dóciles a él, como María y José. Una y otra vez, María, ante los rasgos del misterio de Cristo que se le iban revelando y no acababa de comprender, guardaba todas esas cosas en su corazón y las meditaba.

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