viernes, 14 de octubre de 2011

MISTERIOS DEL SANTO ROSARIO

PRIMER MISTERIO DE LA LUZ: EL BAUTISMO DE JESUS EN EL JORDAN.



“Entonces aparece Jesús, que viene de Galilea al Jordán donde Juan, para ser bautizado por él (...). Salió luego del agua; y en esto se abrieron los cielos y vio al Espíritu de Dios que bajaba en forma de paloma y venía sobre él. Y una voz que salía de los cielos decía: Este es mi Hijo amado, en quien yo me complazco.”

Un nuevo punto de reflexión pueden ser los años que Jesús pasó retirado en Nazaret donde, como hombre, fue cuidado y educado por José y María. Estos le prestaban el cariño y atenciones que necesitamos los humanos de manera especial durante nuestro desarrollo, lo iban instruyendo en la Ley y los Profetas, le enseñaban las costumbres y tradiciones del Pueblo de Dios, lo formaban para el trabajo y lo introducían en la vida social, en fin, eran los padres que Jesús necesitaba para progresar en estatura, sabiduría y gracia.

Cuando Jesús se marcha al Jordán, María, su madre, se queda sola en Nazaret. ¿Cuánto tiempo había pasado María cuidando, contemplando, dialogando, rezando... con su hijo Jesús? Toda esa convivencia en el hogar se termina con el inicio de la vida pública del Señor, que tuvo que ser para su Madre motivo de mucha pena y aflicción, aunque el Hijo hiciera lo posible por consolarla y ella, una vez más, estuviera dispuesta a colaborar en los designios de Dios.

En este misterio contemplamos la primera manifestación pública de Jesús adulto. Tiene unos 30 años. Los relatos de la vida de Jesús señalan su bautismo como la inauguración de su vida pública. Además, el bautismo de Jesús es la gran teofanía o manifestación de Dios en que por primera vez se revela el misterio de la Trinidad. Las tres divinas personas se hacen sensibles: El Hijo en la persona de Jesús; el Espíritu en forma de paloma que se posa suavemente sobre su cabeza; el Padre mediante la voz de lo alto: Éste es mi hijo... que proclama la filiación divina de Jesús y lo acredita como su Enviado. Era conveniente este testimonio, porque Jesús salía del anonimato de Nazaret y se disponía a realizar su obra de Mesías.

Evidentemente Jesús no necesitaba para sí mismo el bautismo de conversión que administraba el Bautista para el perdón de los pecados. Pero, para cumplir el designio del Padre, Jesús tenía que asumir los pecados del mundo, más aún, como dice San Pablo, «hacerse pecado por nosotros» y así, como cordero de Dios, quitar el pecado del mundo en la inmolación pascual a la que le llevaría el camino emprendido en el Jordán.

Nosotros no somos bautizados con el bautismo de Juan, sino con el que inauguró Jesús y al que se refería el Bautista cuando decía: «Yo os bautizo con agua, pero el que viene detrás de mí os bautizará con Espíritu Santo y fuego». Y en nosotros, en el ámbito de la fe y de la gracia, se reproducen los prodigios del bautismo de Cristo: el Padre nos adopta como hijos y se nos da el Espíritu para que a lo largo de nuestra vida sigamos las huellas de Cristo.

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