lunes, 30 de noviembre de 2015

CONOCIENDO LA FE

EL CIELO


Mientras vivimos aspiramos a la felicidad, a poder vivir con bien, con nosotros mismos y con los demás. Pero no estamos llamados sólo a esto, la llamada personal que Dios nos dirige desde el momento de nuestro bautismo hace que podamos desear el cielo ¿lo deseamos de verdad? ¿vivimos anhelando el cielo prometido?

¿Quiénes van al cielo? ¿Cómo es el cielo?
El cielo es «el fin último y la realización de las aspiraciones más profundas del hombre, el estado supremo y definitivo de dicha». San Pablo escribe: «Ni ojo vio, ni oído oyó, ni pasó por pensamiento de hombre las cosas que Dios ha preparado para los que le aman». (1Cor 2, 9).

Después del juicio particular, los que mueren en la gracia y la amistad de Dios y están perfectamente purificados van al cielo. Viven en Dios, lo ven tal cual es. Están para siempre con Cristo. Son para siempre semejantes a Dios, gozan de su felicidad, de su Bien, de la Verdad y de la Belleza de Dios.

Esta vida perfecta con la Santísima Trinidad, esta comunión de vida y de amor con Ella, con la Virgen María, los ángeles y todos los bienaventurados se llama el cielo. Es Cristo quien, por su muerte y Resurrección, nos ha «abierto el cielo». Vivir en el cielo es «estar con Cristo» (cf. Jn 14, 3; Flp 1, 23; 1 Ts 4,17). Los que llegan al cielo viven «en Él», aún más, encuentran allí su verdadera identidad.

¿ En qué consiste el cielo ?
El cielo es el momento sin fin del amor. Nada nos separa ya de Dios, a quien ama nuestra alma y ha buscado durante toda una vida. Junto con todos los ángeles y santos podemos alegrarnos por siempre en y con Dios.

Quien contempla a una pareja que se mira tiernamente; quien contempla a un bebé que busca mientras mama los ojos de su madre, como si quisiera almacenar para siempre su sonrisa, percibe una lejana intuición del cielo. Poder mirar a Dios cara a cara es como un único y eterno momento de amor.

“Un hombre puede perder sus bienes temporales contra su voluntad, pero nunca pierde los bienes eternos, a no ser por su voluntad”. (San Agustín)

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