CREO
EN LA RESURRECCIÓN DE LA CARNE.
Hace unos días, comenzábamos a hablar de las realidades últimas. Hoy continuamos reflexionando acerca de ello.
Estamos llamados a vivir con Cristo para siempre, cada domingo, en cada solemnidad lo expresamos con la profesión de fe. ¿Pero qué queremos decir al proclamar “creo en la resurrección de la carne”?
Estamos llamados a vivir con Cristo para siempre, cada domingo, en cada solemnidad lo expresamos con la profesión de fe. ¿Pero qué queremos decir al proclamar “creo en la resurrección de la carne”?
¿Por
qué creemos en la resurrección de los muertos?
Creemos
en la resurrección de los muertos porque Cristo ha resucitado de entre los
muertos, vive para siempre y nos hace partícipes de esta vida eterna.
Cuando
un hombre muere, su cuerpo es enterrado o incinerado. A pesar de ello creemos
que hay una vida después de la muerte para esa persona. Jesús se ha mostrado en
su Resurrección como Señor de la muerte; su palabra es digna de fe: «Yo soy la
resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá»
¿Por
qué creemos en la resurrección de la «carne»?
El
término bíblico «carne» designa al hombre en su condición de debilidad y de
mortalidad. Pero Dios no contempla la carne humana como algo de escaso valor.
En
Jesús Él mismo tomó «carne» para salvar al hombre. Dios no sólo salva el
espíritu del hombre, salva al hombre todo entero, en cuerpo y alma.
Dios
nos ha creado con cuerpo (carne) y alma. Al final del mundo Él no abandonará la
«carne», ni a su creación como si fuera un juguete viejo. En el «último día»
nos resucitará en la carne. Esto quiere decir que seremos transformados, pero
que nos encontraremos, no obstante, en nuestro
elemento. Tampoco para Jesucristo fue un mero episodio el estar en la
carne. Cuando el Resucitado se apareció, los discípulos contemplaron sus
heridas corporales. También para el cuerpo hay espacio en Dios.
¿Qué
pasa con nosotros cuando morimos?
En
la muerte se separan el cuerpo y el alma. El cuerpo se descompone, mientras que
el alma sale al encuentro de Dios y espera a reunirse en el último día con su
cuerpo resucitado.
El
cómo de la resurrección de nuestro cuerpo es un misterio. Una imagen nos puede
ayudar a asumirlo: cuando vemos un bulbo de tulipán no podemos saber qué
hermosa flor se desarrollará en la oscuridad de la tierra. Igualmente no
sabemos nada de la apariencia futura de nuestro nuevo cuerpo. Sin embargo, san
Pablo está seguro: «Se siembra un cuerpo sin gloria, resucita glorioso» (1 Cor
15,43a).
¿Cómo
nos ayuda Cristo en la muerte, si confiamos en Él?
Cristo
nos sale al encuentro y nos conduce a la vida eterna. «No me recogerá la
muerte, sino Dios» (santa Teresa del Niño Jesús).
Contemplando
la pasión y la muerte de Jesús incluso la muerte puede ser más llevadera. En un
acto de confianza y de amor al Padre podemos decir «sí», como hizo Jesús en el
Huerto de los Olivos. Esta actitud se denomina «sacrificio espiritual». El que
muere se une con el sacrificio de Cristo en la cruz. Quien muere así, confiando
en Dios y en paz con los hombres, es decir, sin pecado grave, está en el camino
de la comunión con Cristo resucitado. Cuando morimos, no caemos más que hasta
las manos de Dios. Quien muere no viaja a la nada, sino que regresa al hogar
del amor del Dios que le ha creado.
¿
Qué es la vida eterna ?
La
vida eterna comienza con el Bautismo. Va más allá de la muerte y no tendrá fin.
Cuando
estamos enamorados no queremos que este estado acabe nunca. «Dios es amor»,
dice la primera carta de san Juan (1 Jn 4,16). «El amor», dice la primera carta
a los Corintios, «no pasa nunca» (1 Cor 13,8). Dios es eterno, porque es amor;
y el amor es eterno porque es divino. Cuando estamos en el amor entramos en la
presencia infinita de Dios.»
Al
final de los tiempos Dios ha prometido cielo nuevo y una tierra nueva ¿Qué
debemos esperar? La Sagrada Escritura llama «cielos nuevos y tierra nueva» a
esta renovación misteriosa que transformará la humanidad y el mundo (2 P 3, 13;
cf. Ap 21, 1). Esta será la realización definitiva del designio de Dios de
«hacer que todo tenga a Cristo por Cabeza, lo que está en los cielos y lo que
está en la tierra» (Ef 1, 10).
Para
el hombre esta consumación será la realización final de la unidad del género
humano, querida por Dios desde la creación y de la que la Iglesia peregrina era
«como el sacramento» (LG1). Los que estén unidos a Cristo formarán la comunidad
de los rescatados, la Ciudad Santa de Dios. Ya no será herida por el pecado,
las manchas, el amor propio, que destruyen o hieren la comunidad terrena de los
hombres. La visión beatífica de Dios será la fuente inmensa de felicidad, de
paz y de comunión mutua.
«Ignoramos
el momento de la consumación de la tierra y de la humanidad, y no sabemos cómo
se transformará el universo.
Ciertamente,
la figura de este mundo, deformada por el pecado, pasa, pero se nos enseña que
Dios ha preparado una nueva morada y una nueva tierra en la que habita la
justicia y cuya bienaventuranza llenará y superará todos los deseos de paz que
se levantan en los corazones de los hombres»(GS 39).
«No
obstante, la espera de una tierra nueva no debe debilitar, sino más bien avivar
la preocupación de cultivar esta tierra, donde crece aquel cuerpo de la nueva
familia humana, que puede ofrecer ya un cierto esbozo del siglo nuevo. Por
ello, aunque hay que distinguir cuidadosamente el progreso terreno del
crecimiento del Reino de Cristo, sin embargo, el primero, en la medida en que
puede contribuir a ordenar mejor la sociedad humana, interesa mucho al Reino de
Dios» (GS 39).
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