“En aquel tiempo,
estando Jesús a la mesa con sus discípulos, se turbó en su espíritu y dio
testimonio diciendo:
«En verdad, en
verdad os digo: uno de vosotros me va a entregar».
Los discípulos se
miraron unos a otros perplejos, por no saber de quién lo decía.
Uno de ellos, el
que Jesús amaba, estaba reclinado a la mesa en el seno de Jesús. Simón Pedro le
hizo señas para que averiguase por quién lo decía.
Entonces él,
apoyándose en el pecho de Jesús, le preguntó:
«Señor, ¿quién
es?».
Le contestó Jesús:
«Aquel a quien yo
le dé este trozo de pan untado».
Y, untando el pan,
se lo dio a Judas, hijo de Simón el Iscariote. Detrás del pan, entró en él
Satanás. Entonces Jesús le dijo:
«Lo que vas a
hacer, hazlo pronto».
Ninguno de los
comensales entendió a qué se refería. Como Judas guardaba la bolsa, algunos
suponían que Jesús le encargaba comprar lo necesario para la fiesta o dar algo
a los pobres.
Judas, después de
tomar el pan, salió inmediatamente. Era de noche.
Cuando salió, dijo
Jesús:
«Ahora es
glorificado el Hijo del hombre, y Dios es glorificado en él. Si Dios es
glorificado en él, también Dios lo glorificará en sí mismo: pronto lo
glorificará. Hijitos, me queda poco de estar con vosotros. Me buscaréis, pero
lo que dije a los judíos os lo digo ahora a vosotros:
“Donde yo voy no
podéis venir vosotros”».
Simón Pedro le
dijo:
«Señor, ¿adónde
vas?».
Jesús le respondió:
«Adonde yo voy no
me puedes seguir ahora, me seguirás más tarde».
Pedro replicó:
«Señor, ¿por qué no
puedo seguirte ahora? Daré mi vida por ti». Jesús le contestó:
«¿Conque darás tu
vida por mí? En verdad, en verdad te digo: no cantará el gallo antes de que me
hayas negado tres veces»”. (Jn 13, 21-33. 36-38)
Hoy,
Martes Santo, la liturgia pone el acento sobre el drama que está a punto de
desencadenarse y que concluirá con la crucifixión del Viernes Santo. «En cuanto
tomó Judas el bocado, salió. Era de noche». Siempre es de noche cuando uno se
aleja del que es «Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero» (Símbolo de
Nicea-Constantinopla).
El
pecador es el que vuelve la espalda al Señor para gravitar alrededor de las
cosas creadas, sin referirlas a su Creador. San Agustín describe el pecado como
«un amor a sí mismo hasta el desprecio de Dios». Una traición, fruto de «la
arrogancia con la que queremos emanciparnos de Dios y no ser nada más que
nosotros mismos; la arrogancia por la que creemos no tener necesidad del amor
eterno, sino que deseamos dominar nuestra vida por nosotros mismos» (Benedicto
XVI).
Afortunadamente,
el pecado no es la última palabra. Ésta es la misericordia de Dios. Pero ella
supone un “cambio” por nuestra parte que consiste en despegarse de las
criaturas para vincularse a Dios y reencontrar así la auténtica libertad. La
Semana Santa es la ocasión propicia. En la Cruz, Cristo tiende sus brazos a
todos. Nadie está excluido. Todo ladrón arrepentido tiene su lugar en el
paraíso. Eso sí, a condición de cambiar de vida y de reparar, como el del
Evangelio: «Nosotros, en verdad, recibimos lo debido por lo que hemos hecho;
pero éste no hizo mal alguno» (Lc 23,41).
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