“Se
celebraba una fiesta de los judíos, y Jesús subió a Jerusalén.
Hay en
Jerusalén, junto a la Puerta de las Ovejas, una piscina que llaman en hebreo
Betesda. Esta tiene cinco soportales, y allí estaban echados muchos enfermos,
ciegos, cojos, paralíticos.
Estaba
también allí un hombre que llevaba treinta y ocho años enfermo.
Jesús, al
verlo echado, y sabiendo que ya llevaba mucho tiempo, le dice:
«¿Quieres
quedar sano?».
El
enfermo le contestó:
«Señor,
no tengo a nadie que me meta en la piscina cuando se remueve el agua; para
cuando llego yo, otro se me ha adelantado».
Jesús le
dice:
«Levántate,
toma tu camilla y echa a andar».
Y al
momento el hombre quedó sano, tomó su camilla y echó a andar.
Aquel día
era sábado, y los judíos dijeron al hombre que había quedado sano:
«Hoy es
sábado, y no se puede llevar la camilla».
Él les
contestó:
«El que
me ha curado es quien me ha dicho: “Toma tu camilla y echa a andar”».
Ellos le
preguntaron:
«¿Quién
es el que te ha dicho que tomes la camilla y eches a andar?».
Pero el
que había quedado sano no sabía quién era, porque Jesús, a causa del gentío que
había en aquel sitio, se había alejado.
Más tarde
lo encuentra Jesús en el templo y le dice:
«Mira,
has quedado sano; no peques más, no sea que te ocurra algo peor».
Se marchó
aquel hombre y dijo a los judíos que era Jesús quien lo había sanado.
Por esto
los judíos perseguían a Jesús, porque hacía tales cosas en sábado.” (Jn 5, 1-16)
Hoy, san Juan nos habla de la escena de la piscina de
Betsaida. Parecía, más bien, una sala de espera de un hospital de trauma:
«Yacía una multitud de enfermos, ciegos, cojos, paralíticos».
¡Es curioso!: Jesús siempre está en medio de los
problemas. Allí donde haya algo para “liberar”, para hacer feliz a la gente,
allí está Él. Los fariseos, en cambio, sólo pensaban en si era sábado. Su mala
fe mataba el espíritu. La mala baba del pecado goteaba de sus ojos.
El protagonista del milagro llevaba treinta y ocho
años de invalidez. «¿Quieres curarte?». Hacía tiempo que luchaba en el vacío
porque no había encontrado a Jesús. Por fin, había encontrado al Hombre. Los
cinco pórticos de la piscina de Betsaida retumbaron cuando se oyó la voz del
Maestro: «Levántate, toma tu camilla y anda». Fue cuestión de un instante.
La voz de Cristo es la voz de Dios. Todo era nuevo en
aquel viejo paralítico, gastado por el desánimo.
El paralítico impotente a la orilla del agua, ¿no te
hace pensar en la experiencia de la propia impotencia para hacer el bien? ¿Cómo
pretendemos resolver, solos, aquello que tiene un alcance sobrenatural? ¿No ves
cada día, a tu alrededor, una constelación de paralíticos que se “mueven” mucho,
pero que son incapaces de apartarse de su falta de libertad? El pecado
paraliza, envejece, mata. Hay que poner los ojos en Jesús. Es necesario que Él
—su gracia— nos sumerja en las aguas de la oración, de la confesión, de la
apertura de espíritu. Tú y yo podemos ser paralíticos sempiternos, o portadores
e instrumentos de luz.
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