“En aquel
tiempo, dijo Jesús a los fariseos:
«Yo me
voy y me buscaréis, y moriréis por vuestro pecado. Donde Yo voy no podéis venir
vosotros».
Y los
judíos comentaban:
«¿Será
que va a suicidarse, y por eso dice: “Donde Yo voy no podéis venir vosotros”?».
Y Él les
dijo:
«Vosotros
sois de aquí abajo, Yo soy de allá arriba: vosotros sois de este mundo, Yo no
soy de este mundo. Con razón os he dicho que moriréis en vuestros pecados:
pues, si no creéis que Yo soy, moriréis en vuestros pecados».
Ellos le
decían:
«¿Quién
eres Tú?».
Jesús les
contestó:
«Lo que
os estoy diciendo desde el principio. Podría decir y condenar muchas cosas en
vosotros; pero el que me ha enviado es veraz, y Yo comunico al mundo lo que he
aprendido de Él».
Ellos no
comprendieron que les hablaba del Padre.
Y
entonces dijo Jesús:
«Cuando
levantéis en alto al Hijo del hombre, sabréis que “Yo soy”, y que no hago nada
por mi cuenta, sino que hablo como el Padre me ha enseñado. El que me envió
está conmigo, no me ha dejado solo;.porque Yo hago siempre lo que le agrada».
Cuando
les exponía esto, muchos creyeron en Él.” (Jn 8, 21-30)
Hoy a una semana de la contemplación de
la Pasión del Señor, Él nos invita a mirarle anticipadamente redimiéndonos
desde la Cruz: «Cuando hayáis levantado al Hijo del hombre...». En efecto,
Cristo Crucificado —¡Cristo “levantado”!— es el gran y definitivo signo del
amor del Padre a la Humanidad caída. Sus brazos abiertos, extendidos entre el
cielo y la tierra, trazan el signo indeleble de su amistad con nosotros los
hombres. Al verle así, alzado ante nuestra mirada pecadora, sabremos que Él es,
y entonces, como aquellos judíos que le escuchaban, también nosotros creeremos
en Él.
Pretender un Evangelio sin Cruz,
despojado del sentido cristiano de la mortificación, o contagiado del ambiente
pagano que nos impide entender el valor redentor del sufrimiento, nos colocaría
en la terrible posibilidad de escuchar de los labios de Cristo: «Después de
todo, ¿para qué seguir hablándoos?».
Que nuestra mirada a la Cruz, mirada
sosegada y contemplativa, sea una pregunta al Crucificado, en que sin ruido de
palabras le digamos: «¿Quién eres tú?».
Viviremos, y viviremos
ya en esta tierra vida de cielo si aprendemos de Él la gozosa certidumbre de
que el Padre está con nosotros, no nos deja solos. Así imitaremos al Hijo en
hacer siempre lo que al Padre le agrada.
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