La conversión a la que estamos invitados en este tiempo de cuaresma, no es una estrategia para crecer en nuestro afán perfeccionista. Muchas veces, detrás de nuestros propósitos de conversión se puedan infiltrar pretensiones que, al final, nos conducen a sentirnos mejores que los otros, a aislarnos cada vez más de nuestras propias limitaciones y a volvernos feroces jueces de los demás. Esto les pasó a los fariseos y maestros de la ley que no soportaban que Jesús y sus discípulos puedan compartir la vida, la mesa y la comida con personas que no eran “perfectas” como ellos, sino pecadores públicos.
La conversión a la que estamos llamados es un don que Dios ofrece a cada persona de forma sorprendente e incondicional. En el evangelio de hoy vemos cómo Leví fue sorprendido por la cercanía y la llamada de Jesús, cuando menos lo esperaba. Para él era impensable que algo así pudiese sucederle. Él era un traidor del pueblo judío, un vendido al Imperio romano y un ladrón del dinero de sus hermanos. Él sabía que lo único que podría recibir de sus paisanos era rechazo, odio y marginación. Y de repente, fue sorprendido por una llamada personal: “Sígueme”. Dice el texto que su respuesta fue instantánea e inmediata. No podía ser de otra forma. Le había llegado un amor inmerecido con tal fuerza que le descubrió la vaciedad de su afán por acumular dinero y la belleza de su verdadera identidad como ser humano buscado por Dios.
Qué triste cuando la autosuficiencia y el orgullo se apoderan de nuestra vida y dejamos de considerarnos pecadores necesitados de salud y perdón. Entonces la crítica despiadada, el juicio y la condena, aun en defensa de la religión, se vuelven nuestro tono cotidiano. Sólo quien ha descubierto la cercanía de Jesús y su inmerecida llamada puede descubrir con paz que en su vida hay pecado y no se asusta porque sabe que la gracia de Dios es capaz de sanarlo. Cuando nos descubrimos pecadores salvados nuestro tono cotidiano se vuelve comprensivo e inclusivo, no rechazamos a nadie, al contrario, creemos que la vida y el amor están siempre a la puerta para vencer el mal.
¿Cuál es tu actitud frente a los “pecadores públicos” de hoy? Recuerda que sólo quien se descubre pecador puede acoger la gracia de una llamada que lo convierte y transforma.
La conversión a la que estamos llamados es un don que Dios ofrece a cada persona de forma sorprendente e incondicional. En el evangelio de hoy vemos cómo Leví fue sorprendido por la cercanía y la llamada de Jesús, cuando menos lo esperaba. Para él era impensable que algo así pudiese sucederle. Él era un traidor del pueblo judío, un vendido al Imperio romano y un ladrón del dinero de sus hermanos. Él sabía que lo único que podría recibir de sus paisanos era rechazo, odio y marginación. Y de repente, fue sorprendido por una llamada personal: “Sígueme”. Dice el texto que su respuesta fue instantánea e inmediata. No podía ser de otra forma. Le había llegado un amor inmerecido con tal fuerza que le descubrió la vaciedad de su afán por acumular dinero y la belleza de su verdadera identidad como ser humano buscado por Dios.
Qué triste cuando la autosuficiencia y el orgullo se apoderan de nuestra vida y dejamos de considerarnos pecadores necesitados de salud y perdón. Entonces la crítica despiadada, el juicio y la condena, aun en defensa de la religión, se vuelven nuestro tono cotidiano. Sólo quien ha descubierto la cercanía de Jesús y su inmerecida llamada puede descubrir con paz que en su vida hay pecado y no se asusta porque sabe que la gracia de Dios es capaz de sanarlo. Cuando nos descubrimos pecadores salvados nuestro tono cotidiano se vuelve comprensivo e inclusivo, no rechazamos a nadie, al contrario, creemos que la vida y el amor están siempre a la puerta para vencer el mal.
¿Cuál es tu actitud frente a los “pecadores públicos” de hoy? Recuerda que sólo quien se descubre pecador puede acoger la gracia de una llamada que lo convierte y transforma.
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