En los primeros años de la Iglesia la duración de
la Cuaresma variaba. Finalmente alrededor del siglo IV se fijó su duración en
40 días. Es decir, que ésta comenzaba seis semanas antes del domingo de Pascua.
Por tanto, un domingo llamado, precisamente, domingo de cuadragésima.
En los siglos VI-VII cobró gran importancia el
ayuno como práctica cuaresmal, presentándose un inconveniente: desde los
orígenes nunca se ayunó en domingo por ser día de fiesta, la celebración del
Día del Señor. ¿Cómo hacer entonces para respetar el domingo y, a la vez, tener
cuarenta días efectivos de ayuno durante la cuaresma? Para resolver este
asunto, en el siglo VII, se agregaron cuatro días más a la cuaresma, antes del
primer domingo, estableciendo los cuarenta días de ayuno, para imitar el ayuno
de Cristo en el desierto. (Si uno cuenta los días que van del Miércoles de
Ceniza al Sábado Santo y le resta los seis domingos, le dará exactamente
cuarenta).
Así la Iglesia empezó la costumbre de iniciar la
Cuaresma con el miércoles de Ceniza, costumbre muy arraigada y querida por el
pueblo cristiano.
El miércoles de Ceniza en la Iglesia Católica es el
primer día de la Cuaresma, cuarenta días antes de la Pascua. En este día se
inicia un tiempo espiritual particularmente importante para todo cristiano que
quiera prepararse dignamente para vivir el Misterio Pascual, es decir, la
Pasión, Muerte y Resurrección del Señor Jesús.
También en los primeros siglos de la Iglesia en
Roma, existía la práctica de que los “penitentes” (grupo de pecadores que
querían recibir la reconciliación al final de la Cuaresma, a las puertas de la
Pascua), comenzaran su penitencia pública el primer día de la Cuaresma. Ellos
eran salpicados de cenizas, vestidos en sayal y obligados a mantenerse lejos
hasta que se reconciliaran con la Iglesia el Jueves Santo o el jueves antes de
la Pascua.
Estas prácticas cayeron en desuso (del siglo VIII
al X). Entonces, en el siglo XI, desaparecida ya la institución de los
penitentes como grupo, viendo que el símbolo de la imposición de la ceniza al
iniciar la Cuaresma era bueno, se empezó a realizar este rito para todos los
cristianos, de modo que toda la comunidad se reconocía pecadora, dispuesta a
emprender el camino de la conversión cuaresmal.
Por algún tiempo la imposición de la ceniza se
realizaba al principio de la celebración litúrgica o independientemente de
ella. En la última reforma litúrgica se reorganizó el rito de la imposición de
la ceniza con el objetivo de que sea un símbolo más expresivo y pedagógico para
los fieles, pasándose a realizar después de las lecturas bíblicas y de la
homilía, las cuales nos ayudan a entender el profundo significado de lo que
estamos viviendo. La Palabra de Dios, en ese día, nos invita a la conversión.
El deseo de convertirnos y volver al Señor es lo que da contenido y sentido al
gesto de las cenizas.
Las cenizas usadas para la cruz que recibimos en la
frente son obtenidas al quemar las palmas usadas en el Domingo de Ramos del año
anterior.
Este tiempo del Año Litúrgico, la Cuaresma, se
caracteriza por el llamado a la conversión. Si escuchamos con atención la
Palabra de Dios durante este tiempo, descubriremos la voz del Señor que nos
llama a la conversión.
Por eso es elocuente empezar este tiempo con el
rito austero de la imposición de ceniza, el cual, acompañado de las palabras
“Convertíos y creed en el Evangelio” y de la expresión “Acuérdate que eres
polvo y al polvo volverás”, nos invita a todos a reflexionar acerca del deber
de la conversión, recordándonos la fragilidad de nuestra vida aquí en la
tierra.
Significado
simbólico de la Ceniza
La ceniza, del latín “cinis”, es producto de la
combustión de algo por el fuego. Por extensión, pues, representa la conciencia
de la nada, de la muerte, de la caducidad del ser humano, y en sentido
trasladado, de humildad y penitencia.
Ya podemos apreciar esta simbología en los
comienzos de la historia de la Salvación cuando leemos en el libro del Génesis
que “Dios formó al hombre con polvo de la tierra” (Gen 2,7). Eso es lo que
significa el nombre de “Adán”. Y se le recuerda enseguida que ése es
precisamente su fin: “hasta que vuelvas a la tierra, pues de ella fuiste hecho”
(Gn 3,19). En Gén 18, 27 Abraham dirá: “en verdad soy polvo y ceniza. En Jonás
3,6 sirve, por ejemplo, para describir la conversión de los habitantes de
Nínive. La ceniza significa también el sufrimiento, el luto, el
arrepentimiento. En Job (Jb 42,6) es explícitamente signo de dolor y de
penitencia. De aquí se desprendió la costumbre, por largo tiempo conservada en
los monasterios, de extender a los moribundos en el suelo recubierto con ceniza
dispuesta en forma de cruz.
El gesto simbólico de la imposición de ceniza en la
frente, se hace como respuesta a la Palabra de Dios que nos invita a la
conversión, como inicio y entrada al ayuno cuaresmal y a la marcha de
preparación para la Pascua. La Cuaresma empieza con ceniza y termina con el
fuego, el agua y la luz de la Vigilia Pascual. Algo debe quemarse y destruirse
en nosotros -el hombre viejo- para dar lugar a la novedad de la vida pascual de
Cristo.
Por eso cuando nos acerquémonos a recibir las
cenizas, meditemos muy bien en nuestro corazón las palabras que pronunciará el
celebrante al imponérnoslas en forma de Cruz: “Arrepiéntete y cree en el
Evangelio” (Cf Mc1,15) y “Acuérdate de que eres polvo y al polvo has de volver”
(Cf Gén 3,19). Para que de verdad sea un signo y unas palabras que nos lleven a
descubrir nuestra caducidad, nuestro deseo y necesidad de conversión y
aceptación del Evangelio, y el deseo de recibir la novedad de vida que Cristo
cada año quiere comunicarnos en la Pascua.
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