miércoles, 12 de diciembre de 2012

LA FE DE LA IGLESIA - BENEDICTO XVI


 
BENEDICTO XVI - AUDIENCIA GENERAL
 
Plaza de San Pedro - Miércoles 31 de octubre de 2012
 
Queridos hermanos y hermanas:
 
… La semana pasada mostré cómo la fe es un don, pues es Dios quien toma la iniciativa y nos sale al encuentro; y así la fe es una respuesta con la que nosotros le acogemos como fundamento estable de nuestra vida. Es un don que transforma la existencia porque nos hace entrar en la misma visión de Jesús, quien actúa en nosotros y nos abre al amor a Dios y a los demás.
 
Desearía hoy dar un paso más en nuestra reflexión, partiendo otra vez de algunos interrogantes: ¿la fe tiene un carácter sólo personal, individual? ¿Interesa sólo a mi persona? ¿Vivo mi fe solo? Cierto: el acto de fe es un acto eminentemente personal que sucede en lo íntimo más profundo y que marca un cambio de dirección, una conversión personal: es mi existencia la que da un vuelco, la que recibe una orientación nueva. En la liturgia del bautismo, en el momento de las promesas, el celebrante pide la manifestación de la fe católica y formula tres preguntas: ¿Creéis en Dios Padre omnipotente? ¿Creéis en Jesucristo su único Hijo? ¿Creéis en el Espíritu Santo? Antiguamente estas preguntas se dirigían personalmente a quien iba a recibir el bautismo, antes de que se sumergiera tres veces en el agua. Y también hoy la respuesta es en singular: «Creo». Pero este creer mío no es el resultado de una reflexión solitaria propia, no es el producto de un pensamiento mío, sino que es fruto de una relación, de un diálogo, en el que hay un escuchar, un recibir y un responder; comunicar con Jesús es lo que me hace salir de mi «yo» encerrado en mí mismo para abrirme al amor de Dios Padre. Es como un renacimiento en el que me descubro unido no sólo a Jesús, sino también a cuantos han caminado y caminan por la misma senda; y este nuevo nacimiento… continúa durante todo el recorrido de la existencia. No puedo construir mi fe personal en un diálogo privado con Jesús, porque la fe me es donada por Dios a través de una comunidad creyente que es la Iglesia y me introduce así, en la multitud de los creyentes, en una comunión que no es sólo sociológica, sino enraizada en el eterno amor de Dios que en Sí mismo es comunión del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo; es Amor trinitario. Nuestra fe es verdaderamente personal sólo si es también comunitaria...
 
Los domingos, en la santa misa, recitando el «Credo», nos expresamos en primera persona, pero confesamos comunitariamente la única fe de la Iglesia. Ese «creo» pronunciado singularmente se une al de un inmenso coro en el tiempo y en el espacio, donde cada uno contribuye, por así decirlo, a una concorde polifonía en la fe… Por lo tanto la fe nace en la Iglesia, conduce a ella y vive en ella. Esto es importante recordarlo.
 
Al principio de la aventura cristiana, cuando el Espíritu Santo desciende con poder sobre los discípulos, el día de Pentecostés —como narran los Hechos de los Apóstoles (cf. 2, 1-13)—, la Iglesia naciente recibe la fuerza para llevar a cabo la misión que le ha confiado el Señor resucitado: difundir en todos los rincones de la tierra el Evangelio, la buena nueva del Reino de Dios, y conducir así a cada hombre al encuentro con Él, a la fe que salva… Así inicia el camino … la Iglesia, comunidad que lleva este anuncio en el tiempo y en el espacio, comunidad que es el Pueblo de Dios fundado sobre la nueva alianza gracias a la sangre de Cristo y cuyos miembros no pertenecen a un grupo social o étnico particular, sino que son hombres y mujeres procedentes de toda nación y cultura. Es un pueblo «católico», que habla lenguas nuevas, universalmente abierto a acoger a todos, más allá de cualquier confín, abatiendo todas las barreras. Dice san Pablo: «No hay griego y judío, circunciso e incircunciso, bárbaro, escita, esclavo y libre, sino Cristo, que lo es todo, y en todos» (Col 3, 11).
 
Existe una cadena ininterrumpida de vida de la Iglesia, de anuncio de la Palabra de Dios, de celebración de los sacramentos, que llega hasta nosotros y que llamamos Tradición. Ella nos da la garantía de que aquello en lo que creemos es el mensaje originario de Cristo, predicado por los Apóstoles. El núcleo del anuncio primordial es el acontecimiento de la muerte y resurrección del Señor, de donde surge todo el patrimonio de la fe... De tal forma, si la Sagrada Escritura contiene la Palabra de Dios, la Tradición de la Iglesia la conserva y la transmite fielmente a fin de que los hombres de toda época puedan acceder a sus inmensos recursos y enriquecerse con sus tesoros de gracia…
 
Finalmente desearía subrayar que es en la comunidad eclesial donde la fe personal crece y madura. Es interesante observar cómo en el Nuevo Testamento la palabra «santos» designa a los cristianos en su conjunto, y ciertamente no todos tenían las cualidades para ser declarados santos por la Iglesia. ¿Entonces qué se quería indicar con este término? El hecho de que quienes tenían y vivían la fe en Cristo resucitado estaban llamados a convertirse en un punto de referencia para todos los demás, poniéndoles así en contacto con la Persona y con el Mensaje de Jesús, que revela el rostro del Dios viviente. Y esto vale también para nosotros: un cristiano que se deja guiar y plasmar poco a poco por la fe de la Iglesia, a pesar de sus debilidades, límites y dificultades, se convierte en una especie de ventana abierta a la luz del Dios vivo que recibe esta luz y la transmite al mundo…
 
La tendencia, hoy difundida, a relegar la fe a la esfera de lo privado contradice por lo tanto su naturaleza misma. Necesitamos la Iglesia para tener confirmación de nuestra fe y para experimentar los dones de Dios... Así nuestro «yo» en el «nosotros» de la Iglesia podrá percibirse, a un tiempo, destinatario y protagonista de un acontecimiento que le supera: la experiencia de la comunión con Dios, que funda la comunión entre los hombres. En un mundo en el que el individualismo parece regular las relaciones entre las personas, haciéndolas cada vez más frágiles, la fe nos llama a ser Pueblo de Dios, a ser Iglesia, portadores del amor y de la comunión de Dios para todo el género humano (cf. Const. past. Gaudium et spes, 1). Gracias por la atención.

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