La Palabra de Dios hoy nos
dice: el profeta es un enviado de Dios. Jesús, el verdadero y supremo profeta,
hace a sus discípulos partícipes de su misma identidad. Así como él ha sido
enviado por el Padre, envía él a sus discípulos.
Los católicos somos enviados
al mundo entero a transmitir la Palabra de vida que cura y libera. Y es
fundamental que el modo de transmisión y la vida de los que transmitimos se
corresponda con aquello que esa Palabra anuncia. Por desgracia, no siempre es
así y, aunque esto no invalida el mensaje evangélico, la incoherencia de vida
puede mermar mucho la eficacia del anuncio y el testimonio. En este punto es
importante que cada cual se examine a sí mismo. Decía san Doroteo que “la causa
de toda perturbación consiste en que nadie se acusa a sí mismo”. Entre los
cristianos existen santos y pecadores, completamente entregados, o que viven a
medio gas o, incluso, en contra de lo que dicen profesar. Las palabras de Jesús
hoy han de ser un espejo en que cada uno debe mirarse a sí mismo.
Todos los cristianos, enviados
de un modo u otro, a testimoniar y anunciar el Evangelio según nuestra
vocación, somos invitados a reflexionar sobre la calidad de nuestro testimonio
y sobre nuestra coherencia de vida. Como aquellos discípulos, enviados de dos
en dos, tenemos que comprender que para poder cumplir esta misión tenemos que
empaparnos antes de esta palabra viva que es el contacto personal con
Jesucristo. El mero hecho de ser enviados puede ya ser un signo de que, en
cierto sentido, nos convertimos en extranjeros en nuestra propia tierra en la
que la Palabra puede encontrar una fuerte oposición. Y es que es cierto que la
Palabra que Dios nos dirige es con frecuencia incómoda, difícil de aceptar, ya
que denuncia lo que en nosotros y en nuestro entorno la contradice. Pero
tenemos que tener también la certeza y la experiencia personal de que, pese a esas
dificultades, lo que la Palabra de Dios quiere transmitirnos es, en realidad, una
buena noticia, una bendición.
En una palabra, es fundamental
que cada uno de nosotros los creyentes, elegidos y enviados, encarnemos en
nosotros mismos, en nuestras actitudes, palabras y obras, que la fe que creemos
y profesamos es realmente una Buena Noticia.
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