lunes, 14 de diciembre de 2015

PALABRA DE VIDA

TERCER DOMINGO DE ADVIENTO

Lectura del santo evangelio según san Lucas (3, 10-18)
En aquel tiempo, la gente preguntaba a Juan: -«¿Entonces, qué debemos hacer?».
Él contestaba:-«El que tenga dos túnicas, que comparta con el que no tiene; y el que tenga comida, haga lo mismo».
Vinieron también a bautizarse unos publicanos y le preguntaron:
-«Maestro, ¿qué debemos hacer nosotros?»
Él les contestó: -«No exijáis más de lo establecido».
Unos soldados igualmente le preguntaban:
-«Y nosotros, ¿qué debemos hacer?»
Él les contestó: -«No hagáis extorsión ni os aprovechéis de nadie con falsas denuncias, sino contentaos con la paga».
El pueblo estaba expectante, y todos se preguntaban en su interior sobre Juan si no sería el Mesías; Juan les respondió dirigiéndose a todos:
-«Yo os bautizo con agua; pero viene el que es más fuerte que yo, a quien no merezco desatarle la correa de sus sandalias. Él os bautizará con Espíritu Santo y fuego; en su mano tiene el bieldo para aventar su parva, reunir su trigo en el granero y quemar la paja en una hoguera que no se apaga».
Con estas y otras muchas exhortaciones, anunciaba al pueblo el Evangelio.

“El Evangelio de este domingo muestra nuevamente la figura de Juan Bautista, y lo presentan mientras habla a la gente que acude para hacerse bautizar. Juan exhorta a prepararse a la venida del Mesías, algunos le preguntan: «¿Qué tenemos que hacer?».
La primera respuesta se dirige a la multitud en general. El Bautista dice: «El que tenga dos túnicas, que comparta con el que no tiene; y el que tenga comida, haga lo mismo». Aquí podemos ver un criterio de justicia, animado por la caridad. La justicia pide superar el desequilibrio entre quien tiene lo superfluo y quien carece de lo necesario; la caridad impulsa a estar atento al prójimo y salir al encuentro de su necesidad, en lugar de hallar justificaciones para defender los propios intereses. «El amor siempre será necesario, incluso en la sociedad más justa», porque «siempre se darán situaciones de necesidad material en las que es indispensable una ayuda que muestre un amor concreto al prójimo».
La segunda respuesta, que se dirige a algunos «publicanos», o sea, recaudadores de impuestos para los romanos. Ya por esto los publicanos eran despreciados, también porque a menudo se aprovechaban de su posición para robar. A ellos el Bautista no dice que cambien de oficio, sino que no exijan más de lo establecido. El profeta, en nombre de Dios, no pide gestos excepcionales, sino ante todo el cumplimiento honesto del propio deber. El primer paso hacia la vida eterna es siempre la observancia de los mandamientos; en este caso el séptimo: «No robar».
La tercera respuesta se refiere a los soldados, otra categoría dotada de cierto poder, por lo tanto tentada de abusar de él. A los soldados Juan dice: «No hagáis extorsión ni os aprovechéis de nadie con falsas denuncias, sino contentaos con la paga». También aquí la conversión comienza por la honestidad y el respeto a los demás: una indicación que vale para todos, especialmente para quien tiene mayores responsabilidades.
Considerando estos diálogos, impresiona la gran concreción de las palabras de Juan: Dios nos juzgará según nuestras obras es justamente en el comportamiento, donde hay que demostrar que se sigue su voluntad. Por esto las indicaciones del Bautista son siempre actuales: también en nuestro mundo tan complejo las cosas irían mucho mejor si cada uno observara estas reglas de conducta”. (Benedicto XVI Ángelus, 16/diciembre/2012)

martes, 8 de diciembre de 2015

PALABRA DE VIDA

SEGUNDO DOMINGO DE ADVIENTO

Lectura del santo evangelio según san Lucas (3, 1-6) 
En el año decimoquinto del imperio del emperador Tiberio, siendo Poncio Pilato gobernador de Judea, y Herodes tetrarca de Galilea, y su hermano Filipo tetrarca de Iturea y Traconítide, y Lisanio tetrarca de Abilene, bajo el sumo sacerdocio de Anás y Caifás, vino la palabra de Dios sobre Juan, hijo de Zacarías, en el desierto.
Y recorrió toda la comarca del Jordán, predicando un bautismo de conversión para perdón de los pecados, como está escrito en el libro de los oráculos del profeta Isaías:
«Voz del que grita en el desierto: Preparad el camino del Señor, allanad sus senderos; los valles serán rellenados, los montes y colinas serán rebajados; lo torcido será enderezado, lo escabroso será camino llano. Y toda carne verá la salvación de Dios.»

 “Juan Bautista se define como la «voz que grita en el desierto: preparad el camino al Señor, allanad sus senderos». La voz proclama la palabra, pero en este caso la Palabra de Dios precede, en cuanto es ella misma la que desciende sobre Juan, hijo de Zacarías, en el desierto. Por lo tanto él tiene un gran papel, pero siempre en función de Cristo. Comenta san Agustín: «Juan es la voz. Del Señor en cambio se dice: “En el principio existía el Verbo”. Juan es la voz que pasa, Cristo es el Verbo eterno que era en el principio. Si a la voz le quitas la palabra, ¿qué queda? Un vago sonido. La voz sin palabra golpea el oído, pero no edifica el corazón». Es nuestra tarea escuchar hoy esa voz para conceder espacio y acogida en el corazón a Jesús, Palabra que nos salva. En este tiempo de Adviento preparémonos para ver, con los ojos de la fe, en la humilde Gruta de Belén, la salvación de Dios. En la sociedad de consumo, donde existe la tentación de buscar la alegría en las cosas, el Bautista nos enseña a vivir de manera esencial, a fin de que la Navidad se viva no sólo como una fiesta exterior, sino como la fiesta del Hijo de Dios, que ha venido a traer a los hombres la paz, la vida y la alegría verdadera.
A la materna intercesión de María, Virgen de Adviento, confiamos nuestro camino al encuentro del Señor que viene, para estar preparados a acoger, en el corazón y en toda la vida, al Emanuel, Dios-con-nosotros”. (Benedicto XVI, Ángelus, 9 de diciembre de 2012)

lunes, 30 de noviembre de 2015

CONOCIENDO LA FE

EL CIELO


Mientras vivimos aspiramos a la felicidad, a poder vivir con bien, con nosotros mismos y con los demás. Pero no estamos llamados sólo a esto, la llamada personal que Dios nos dirige desde el momento de nuestro bautismo hace que podamos desear el cielo ¿lo deseamos de verdad? ¿vivimos anhelando el cielo prometido?

¿Quiénes van al cielo? ¿Cómo es el cielo?
El cielo es «el fin último y la realización de las aspiraciones más profundas del hombre, el estado supremo y definitivo de dicha». San Pablo escribe: «Ni ojo vio, ni oído oyó, ni pasó por pensamiento de hombre las cosas que Dios ha preparado para los que le aman». (1Cor 2, 9).

Después del juicio particular, los que mueren en la gracia y la amistad de Dios y están perfectamente purificados van al cielo. Viven en Dios, lo ven tal cual es. Están para siempre con Cristo. Son para siempre semejantes a Dios, gozan de su felicidad, de su Bien, de la Verdad y de la Belleza de Dios.

Esta vida perfecta con la Santísima Trinidad, esta comunión de vida y de amor con Ella, con la Virgen María, los ángeles y todos los bienaventurados se llama el cielo. Es Cristo quien, por su muerte y Resurrección, nos ha «abierto el cielo». Vivir en el cielo es «estar con Cristo» (cf. Jn 14, 3; Flp 1, 23; 1 Ts 4,17). Los que llegan al cielo viven «en Él», aún más, encuentran allí su verdadera identidad.

¿ En qué consiste el cielo ?
El cielo es el momento sin fin del amor. Nada nos separa ya de Dios, a quien ama nuestra alma y ha buscado durante toda una vida. Junto con todos los ángeles y santos podemos alegrarnos por siempre en y con Dios.

Quien contempla a una pareja que se mira tiernamente; quien contempla a un bebé que busca mientras mama los ojos de su madre, como si quisiera almacenar para siempre su sonrisa, percibe una lejana intuición del cielo. Poder mirar a Dios cara a cara es como un único y eterno momento de amor.

“Un hombre puede perder sus bienes temporales contra su voluntad, pero nunca pierde los bienes eternos, a no ser por su voluntad”. (San Agustín)

CONOCIENDO LA FE

INFIERNO


¿Existe el infierno?
Significa permanecer separados de Él –de nuestro Creador y nuestro fin- para siempre por nuestra propia y libre elección. Este estado de autoexclusión definitiva de la comunión con Dios y con los bienaventurados es lo que se designa con la palabra infierno.

Morir en pecado mortal, sin estar arrepentidos ni acoger el amor misericordioso de Dios es elegir este fin para siempre.

La enseñanza de la Iglesia afirma la existencia del infierno y su eternidad. Las almas de los que mueren en estado de pecado mortal descienden a los infiernos inmediatamente después de la muerte y allí sufren las penas del infierno, «el fuego eterno». La pena principal del infierno consiste en la separación eterna de Dios en quien únicamente puede tener el hombre la vida y la felicidad para las que ha sido creado y a las que aspira.

Jesús habla con frecuencia de la gehenna y del fuego que nunca se apaga, reservado a los que, hasta el fin de su vida, rehúsan creer y convertirse, y donde se puede perder a la vez el alma y el cuerpo. La pena principal del infierno es «la separación eterna de Dios, en quien únicamente puede tener el hombre la vida y la felicidad para las que ha sido creado y a las que aspira.

Las afirmaciones de la Escritura y las enseñanzas de la Iglesia a propósito del infierno son un llamamiento a la responsabilidad con la que el hombre debe usar de su libertad en relación con su destino eterno. Constituyen al mismo tiempo un llamamiento apremiante a la conversión:»Entrad por la puerta estrecha; porque ancha es la puerta y espacioso el camino que lleva a la perdición, y son muchos los que entran por ella; mas ¡qué estrecha la puerta y qué angosto el camino que lleva a la Vida!; y pocos son los que la encuentran» (Mt 7, 13-14). Catecismo de la Iglesia católica, 1033-1036.

¿Qué es el infierno?
El infierno es el estado de la separación eterna de Dios, la ausencia absoluta de amor.

Quien muere conscientemente y por propia voluntad en pecado mortal, sin arrepentirse y rechazando para siempre el amor misericordioso y lleno de perdón, se excluye a sí mismo de la comunión con Dios y con los bienaventurados. Si hay alguien que en el momento de la muerte pueda de hecho mirar al amor absoluto a la cara y seguir diciendo no, no lo sabemos. Pero nuestra libertad hace posible esta decisión. Jesús nos alerta constantemente del riesgo de separarnos definitivamente
de él, cuando nos cerramos a la necesidad de sus hermanos y hermanas: «Apartaos de mí, malditos [...] lo que no hicisteis con uno de éstos, los más pequeños, tampoco lo hicisteis conmigo» (Mt 25,41.45) -> 53

Pero si Dios es amor, ¿cómo puede existir el infierno?
No es Dios quien condena a los hombres. Es el mismo hombre quien rechaza el amor misericordioso de Dios y renuncia voluntariamente a la vida (eterna), excluyéndose de la comunión con Dios.

Dios desea la comunión incluso con el último de los pecadores; quiere que todos se conviertan y se salven. Pero Dios ha hecho al hombre libre y respeta sus decisiones. Ni siquiera Dios puede obligar a amar. Como amante es «impotente» ante alguien que elige el infierno en lugar del cielo.

PALABRA DE VIDA

PRIMER DOMINGO DE ADVIENTO


Lectura del santo evangelio según san Lucas   (21, 25-28. 34-36)

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: -«Habrá signos en el sol y la luna y las estrellas, y en la tierra angustia de las gentes, enloquecidas por el estruendo del mar y el oleaje. Los hombres quedarán sin aliento por el miedo y la ansiedad ante lo que se le viene encima al mundo, pues los astros se tambalearán.
Entonces verán al Hijo del hombre venir en una nube, con gran poder y majestad.
Cuando empiece a suceder esto, levantaos, alzad la cabeza: se acerca vuestra liberación.
Tened cuidado: no se os embote la mente con el vicio, la bebida y los agobios de la vida, y se os eche encima de repente aquel día; porque caerá como un lazo sobre todos los habitantes de la tierra.
Estad siempre despiertos, pidiendo fuerza para escapar de todo lo que está por venir y manteneros en pie ante el Hijo del hombre».

“La Iglesia empieza hoy un nuevo Año litúrgico. El primer tiempo de este itinerario es el Adviento, formado, en el Rito Romano, por las cuatro semanas que preceden a la Navidad del Señor. La palabra «adviento» significa «llegada» o «presencia». En el mundo antiguo indicaba la visita del rey o del emperador a una provincia; en el lenguaje cristiano se refiere a la venida de Dios, a su presencia en el mundo; un misterio que envuelve por entero el cosmos y la historia, pero que conoce dos momentos culminantes: la primera y la segunda venida de Cristo. La primera es precisamente la Encarnación; la segunda el retorno glorioso al final de los tiempos. Estos dos momentos, que cronológicamente son distantes, en profundidad se tocan, porque con su muerte y resurrección Jesús ya ha realizado esa transformación del hombre y del cosmos que es la meta final de la creación. Pero antes del fin, es necesario que el Evangelio se proclame a todas las naciones, dice Jesús en el Evangelio de san Marcos. La venida del Señor continúa; el mundo debe ser penetrado por su presencia. Y esta venida permanente del Señor en el anuncio del Evangelio requiere continuamente nuestra colaboración; y la Iglesia, que es como la Novia, la Esposa prometida del Cordero de Dios crucificado y resucitado, en comunión con su Señor colabora en esta venida del Señor, en la que ya comienza su retorno glorioso.
A esto nos llama hoy la Palabra de Dios, trazando la línea de conducta a seguir para estar preparados para la venida del Señor. En el Evangelio de Lucas, Jesús dice a los discípulos: «Tened cuidado, no sea que se os embote la mente con el vicio, la bebida y los agobios de la vida... Estad siempre despiertos, pidiendo». Por lo tanto, sobriedad y oración. Y el apóstol Pablo añade la invitación a «crecer y rebosar en el amor» entre nosotros y hacia todos, para que se afiancen nuestros corazones y sean irreprensibles en la santidad. En medio de las agitaciones del mundo los cristianos acogen de Dios la salvación y la testimonian con un modo distinto de vivir, como una ciudad situada encima de un monte. «En aquellos días —anuncia el profeta Jeremías— Jerusalén vivirá tranquila y será llamada “El Señor es nuestra justicia”».
La Virgen María encarna perfectamente el espíritu de Adviento, hecho de escucha de Dios, de deseo profundo de hacer su voluntad, de alegre servicio al prójimo. Dejémonos guiar por ella, a fin de que el Dios que viene no nos encuentre cerrados o distraídos, sino que pueda, en cada uno de nosotros, extender un poco su reino de amor, de justicia y de paz. (Benedicto XVI, Ángelus, 2 de diciembre de 2012)

martes, 24 de noviembre de 2015

CHARLAS DE ADVIENTO

 
Durante el mes de Diciembre, en medio del Tiempo de Adviento, organizamos una serie de charlas orientadas a conocer mejor los misterios que los cristianos celebramos en la Navidad, buscamos adentrarnos en los misterios de infancia de Jesús.
 
3 de Diciembre: "¿De dónde eres Tú?" (Jn 19,9)
10 de Diciembre: "Alégrate" (Lc 1,28)
17 de Diciembre: "Vino a su casa y los suyos no lo recibieron" (Jn 1,11)
23 de Diciembre: "Venimos a adorarlo" (Mt 2,1)

 

CONOCIENDO LA FE

PURGATORIO


Después del Juicio tres realidades en las que la fe católica nos invita no sólo a pensar, sino también a meditar, el purgatorio, el infierno y el cielo. Tres estadios que forman parte de las realidades que hemos de creer, conocer nuestro fin y nuestro destino nos ayuda a vivir nuestra existencia terrena valorando lo que Dios Padre nos ofrece.
 
¿Qué es el purgatorio? ¿Es para siempre?
Los que mueren en la gracia y en la amistad de Dios, pero imperfectamente purificados, aunque están seguros de su eterna salvación, sufren después de su muerte una purificación, a fin de obtener la santidad necesaria para entrar en la alegría del cielo. La Iglesia llama purgatorio a esta purificación final de los elegidos, que es completamente distinta del castigo de los condenados.
 
Esta enseñanza se apoya también en la práctica de la oración por los difuntos, de la que ya habla la Escritura: «Por eso mandó [Judas Macabeo] hacer este sacrificio expiatorio en favor de los muertos, para que quedaran liberados del pecado» (2 M 12, 46). Desde los primeros tiempos, la Iglesia ha honrado la memoria de los difuntos y ha ofrecido sufragios en su favor, en particular el sacrificio eucarístico (cf. DS 856), para que, una vez purificados, puedan llegar a la visión beatífica de Dios. La Iglesia también recomienda las limosnas, las indulgencias y las obras de penitencia en favor de los difuntos.
 
¿Podemos ayudar a los difuntos que se encuentran en el estado del purgatorio?
Sí. Puesto que todos los bautizados forman una comunión y están unidos entre sí, los vivos pueden ayudar a las almas de los difuntos que están en el purgatorio.
 
Una vez que el hombre ha muerto, ya no puede hacer nada para sí mismo. El tiempo de la prueba activa se ha terminado. Pero nosotros podemos hacer algo por los difuntos que están en el purgatorio. Nuestro amor alcanza el más allá. Por medio de nuestros ayunos, oraciones y buenas obras, y especialmente por la celebración de la Sagrada Eucaristía, podemos pedir gracia para los difuntos».
 
¿Qué es el purgatorio?
El purgatorio, a menudo imaginado como un lugar, es más bien un estado. Quien muere en gracia de Dios (por tanto, en paz con Dios y los hombres), pero necesita aún purificación antes de poder ver a Dios cara a cara, ése está en el purgatorio.
 
Cuando Pedro traicionó a Jesús, el Señor se volvió y miró a Pedro: «Y Pedro salió fuera y lloró amargamente». Éste es un sentimiento como el del purgatorio. Y un purgatorio así nos espera probablemente a la mayoría de nosotros en el momento de nuestra muerte: el Señor nos mira lleno de amor, y nosotros experimentamos una vergüenza ardiente y un arrepentimiento doloroso por nuestro comportamiento malvado o quizás «sólo» carente de amor. Sólo después de este dolor purificador seremos capaces de contemplar su mirada amorosa en la alegría celestial perfecta.

domingo, 22 de noviembre de 2015

¿QUÉ SUCEDE EN LA CONSAGRACIÓN?

Cristo Rey: contemplemos la realeza de Cristo. 
Cristo es Rey en la Eucaristía.
Cristo es Rey en la Cruz.
Cristo es Rey en la Consagración.


PALABRA DE VIDA

JESUCRISTO REY DEL UNIVERSO


Lectura del santo evangelio según san Juan (18, 33b-37)

En aquel tiempo, dijo Pilato a Jesús: -«¿Eres Tú el rey de los judíos?» Jesús le contestó: -«¿Dices eso por tu cuenta o te lo han dicho otros de mí?»
Pilato replicó: -«¿Acaso soy yo judío? Tu gente y los sumos sacerdotes te han entregado a mí; ¿qué has hecho?»
Jesús le contestó: -«Mi reino no es de este mundo. Si mi reino fuera de este mundo, mi guardia habría luchado para que no cayera en manos de los judíos. Pero mi reino no es de aquí».
Pilato le dijo: -«Conque, ¿Tú eres rey?»
Jesús le contestó: -«Tú lo dices: soy rey. Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo; para ser testigo de la verdad. Todo el que es de la verdad escucha mi voz».

“Hoy la Iglesia celebra a Nuestro Señor Jesucristo Rey del Universo. Esta solemnidad resume el misterio de Jesús, «primogénito de los muertos y dominador de todos los poderosos de la tierra», ampliando nuestra mirada hacia la plena realización del Reino de Dios. San Cirilo de Jerusalén afirma: «Nosotros anunciamos no sólo la primera venida de Cristo, sino también una segunda mucho más bella que la primera. La primera de hecho fue una manifestación de padecimiento, la segunda lleva la diadema de la realeza divina; ...en la primera fue sometido a la humillación de la cruz, en la segunda es circundado y glorificado por una corte de ángeles». Toda la misión de Jesús y el contenido de su mensaje consiste en anunciar el Reino de Dios y realizarlo en medio de los hombres con signos y prodigios. «Pero, ante todo, el Reino se manifiesta en la persona misma de Cristo», que lo ha instaurado mediante su muerte en la cruz y su resurrección, manifestándose así como Señor y Mesías y Sacerdote por la eternidad.
Este Reino de Cristo ha sido confiado a la Iglesia, que de él es «germen» y «principio» y tiene la misión de anunciarlo y difundirlo entre todos los pueblos, con la fuerza del Espíritu Santo. Al término del tiempo establecido, el Señor entregará a Dios Padre el Reino y le presentará a cuantos vivieron según el mandamiento del amor. Todos nosotros estamos llamados a prolongar la obra salvífica de Dios convirtiéndonos al Evangelio, poniéndonos decididamente a seguir al Rey que no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar testimonio de la verdad.
Que la Virgen nos ayude a todos a vivir el tiempo presente en espera del retorno del Señor, pidiendo con fuerza a Dios: «Venga tu Reino», y realizando las obras de luz que nos acercan cada vez más al Cielo, conscientes de que, en los atormentados acontecimientos de la historia, Dios continúa construyendo su Reino de amor.” (Benedicto XVI, Ángelus,25 de noviembre de 2012)

CONOCIENDO LA FE

CREO EN LA RESURRECCIÓN DE LA CARNE.


Hace unos días, comenzábamos a hablar de las realidades últimas. Hoy continuamos reflexionando acerca de ello.

Estamos llamados a vivir con Cristo para siempre, cada domingo, en cada solemnidad lo expresamos con la profesión de fe. ¿Pero qué queremos decir al proclamar “creo en la resurrección de la carne”?

¿Por qué creemos en la resurrección de los muertos?
Creemos en la resurrección de los muertos porque Cristo ha resucitado de entre los muertos, vive para siempre y nos hace partícipes de esta vida eterna.
Cuando un hombre muere, su cuerpo es enterrado o incinerado. A pesar de ello creemos que hay una vida después de la muerte para esa persona. Jesús se ha mostrado en su Resurrección como Señor de la muerte; su palabra es digna de fe: «Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá»

¿Por qué creemos en la resurrección de la «carne»?
El término bíblico «carne» designa al hombre en su condición de debilidad y de mortalidad. Pero Dios no contempla la carne humana como algo de escaso valor.
En Jesús Él mismo tomó «carne» para salvar al hombre. Dios no sólo salva el espíritu del hombre, salva al hombre todo entero, en cuerpo y alma.
Dios nos ha creado con cuerpo (carne) y alma. Al final del mundo Él no abandonará la «carne», ni a su creación como si fuera un juguete viejo. En el «último día» nos resucitará en la carne. Esto quiere decir que seremos transformados, pero que nos encontraremos, no obstante, en nuestro elemento. Tampoco para Jesucristo fue un mero episodio el estar en la carne. Cuando el Resucitado se apareció, los discípulos contemplaron sus heridas corporales. También para el cuerpo hay espacio en Dios.

¿Qué pasa con nosotros cuando morimos?
En la muerte se separan el cuerpo y el alma. El cuerpo se descompone, mientras que el alma sale al encuentro de Dios y espera a reunirse en el último día con su cuerpo resucitado.
El cómo de la resurrección de nuestro cuerpo es un misterio. Una imagen nos puede ayudar a asumirlo: cuando vemos un bulbo de tulipán no podemos saber qué hermosa flor se desarrollará en la oscuridad de la tierra. Igualmente no sabemos nada de la apariencia futura de nuestro nuevo cuerpo. Sin embargo, san Pablo está seguro: «Se siembra un cuerpo sin gloria, resucita glorioso» (1 Cor 15,43a).

¿Cómo nos ayuda Cristo en la muerte, si confiamos en Él?
Cristo nos sale al encuentro y nos conduce a la vida eterna. «No me recogerá la muerte, sino Dios» (santa Teresa del Niño Jesús).
Contemplando la pasión y la muerte de Jesús incluso la muerte puede ser más llevadera. En un acto de confianza y de amor al Padre podemos decir «sí», como hizo Jesús en el Huerto de los Olivos. Esta actitud se denomina «sacrificio espiritual». El que muere se une con el sacrificio de Cristo en la cruz. Quien muere así, confiando en Dios y en paz con los hombres, es decir, sin pecado grave, está en el camino de la comunión con Cristo resucitado. Cuando morimos, no caemos más que hasta las manos de Dios. Quien muere no viaja a la nada, sino que regresa al hogar del amor del Dios que le ha creado.

¿ Qué es la vida eterna ?
La vida eterna comienza con el Bautismo. Va más allá de la muerte y no tendrá fin.
Cuando estamos enamorados no queremos que este estado acabe nunca. «Dios es amor», dice la primera carta de san Juan (1 Jn 4,16). «El amor», dice la primera carta a los Corintios, «no pasa nunca» (1 Cor 13,8). Dios es eterno, porque es amor; y el amor es eterno porque es divino. Cuando estamos en el amor entramos en la presencia infinita de Dios.»

Al final de los tiempos Dios ha prometido cielo nuevo y una tierra nueva ¿Qué debemos esperar? La Sagrada Escritura llama «cielos nuevos y tierra nueva» a esta renovación misteriosa que transformará la humanidad y el mundo (2 P 3, 13; cf. Ap 21, 1). Esta será la realización definitiva del designio de Dios de «hacer que todo tenga a Cristo por Cabeza, lo que está en los cielos y lo que está en la tierra» (Ef 1, 10).

Para el hombre esta consumación será la realización final de la unidad del género humano, querida por Dios desde la creación y de la que la Iglesia peregrina era «como el sacramento» (LG1). Los que estén unidos a Cristo formarán la comunidad de los rescatados, la Ciudad Santa de Dios. Ya no será herida por el pecado, las manchas, el amor propio, que destruyen o hieren la comunidad terrena de los hombres. La visión beatífica de Dios será la fuente inmensa de felicidad, de paz y de comunión mutua.

«Ignoramos el momento de la consumación de la tierra y de la humanidad, y no sabemos cómo se transformará el universo.

Ciertamente, la figura de este mundo, deformada por el pecado, pasa, pero se nos enseña que Dios ha preparado una nueva morada y una nueva tierra en la que habita la justicia y cuya bienaventuranza llenará y superará todos los deseos de paz que se levantan en los corazones de los hombres»(GS 39).

«No obstante, la espera de una tierra nueva no debe debilitar, sino más bien avivar la preocupación de cultivar esta tierra, donde crece aquel cuerpo de la nueva familia humana, que puede ofrecer ya un cierto esbozo del siglo nuevo. Por ello, aunque hay que distinguir cuidadosamente el progreso terreno del crecimiento del Reino de Cristo, sin embargo, el primero, en la medida en que puede contribuir a ordenar mejor la sociedad humana, interesa mucho al Reino de Dios» (GS 39).

sábado, 14 de noviembre de 2015

PALABRA DE VIDA

DOMINGO XXXIII DEL TIEMPO ORDINARIO



Lectura del santo evangelio según san Marcos (13,24-32)

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: -«En aquellos días, después de esa gran angustia, el sol se hará tinieblas, la luna no dará su resplandor, las estrellas caerán del cielo, los astros se tambalearán.
Entonces verán venir al Hijo del hombre sobre las nubes con gran poder y majestad; enviará a los ángeles para reunir a sus elegidos de los cuatro vientos, de horizonte a horizonte.
Aprended de esta parábola de la higuera: Cuando las ramas se ponen tiernas y brotan las yemas, deducís que el verano está cerca; pues cuando veáis vosotros suceder esto, sabed que Él está cerca, a la puerta. Os aseguro que no pasará esta generación antes que todo se cumpla. El cielo y la tierra pasarán, mis palabras no pasarán, aunque el día y la hora nadie lo sabe, ni los ángeles del cielo ni el Hijo, sólo el Padre».


“Queridos hermanos y hermanas:
En este penúltimo domingo del año litúrgico, se proclama, en la redacción de San Marcos, una parte del discurso de Jesús sobre los últimos tiempos. Este discurso se encuentra, con algunas variaciones, también en Mateo y Lucas, y es probablemente el texto más difícil del Evangelio. Tal dificultad deriva tanto del contenido como del lenguaje: se habla de un porvenir que supera nuestras categorías, y por esto Jesús utiliza imágenes y palabras tomadas del Antiguo Testamento, pero sobre todo introduce un nuevo centro, que es Él mismo, el misterio de su persona y de su muerte y resurrección. También el pasaje de hoy se abre con algunas imágenes cósmicas de género apocalíptico: «El sol se oscurecerá, la luna no dará su resplandor, las estrellas caerán del cielo, los astros se tambalearán»; pero este elemento se relativiza por cuanto le sigue: «Entonces verán venir al Hijo del hombre sobre las nubes con gran poder y gloria». El «Hijo del hombre» es Jesús mismo, que une el presente y el futuro; las antiguas palabras de los profetas por fin han hallado un centro en la persona del Mesías nazareno: es Él el verdadero acontecimiento que, en medio de los trastornos del mundo, permanece como el punto firme y estable.

Ello se confirma con otra expresión del Evangelio del día. Jesús afirma: «El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán». En efecto, sabemos que en la Biblia la Palabra de Dios está en el origen de la creación: todas las criaturas, empezando por los elementos cósmicos —sol, luna, firmamento—, obedecen a la Palabra de Dios, existen en cuanto que son «llamados» por ella. Esta potencia creadora de la Palabra divina se ha concentrado en Jesucristo, Verbo hecho carne, y pasa también a través de sus palabras humanas, que son el verdadero «firmamento» que orienta el pensamiento y el camino del hombre en la tierra. Por esto Jesús no describe el fin del mundo, y cuando utiliza imágenes apocalípticas, no se comporta como un «vidente». Al contrario, Él quiere apartar a sus discípulos —de toda época— de la curiosidad por las fechas, las previsiones, y desea en cambio darles una clave de lectura profunda, esencial, y sobre todo indicar el sendero justo sobre el cual caminar, hoy y mañana, para entrar en la vida eterna. Todo pasa —nos recuerda el Señor—, pero la Palabra de Dios no muta, y ante ella cada uno de nosotros es responsable del propio comportamiento. De acuerdo con esto seremos juzgados.

Queridos amigos: tampoco en nuestros tiempos faltan calamidades naturales, y lamentablemente ni siquiera guerras y violencias. Hoy necesitamos también un fundamento estable para nuestra vida y nuestra esperanza, tanto más a causa del relativismo en el que estamos inmersos. Que la Virgen María nos ayude a acoger este centro en la Persona de Cristo y en su Palabra.” (Benedicto XVI, Ángelus, 18 de noviembre de 2012)

CONOCIENDO LA FE


¿POR QUÉ REZAR POR LOS DIFUNTOS?

En el mes de Noviembre la Iglesia nos invita a recordar de manera especial a nuestros difuntos, a aquellos a quienes hemos querido, a nuestros familiares y amigos difuntos.

A nuestro juicio nos quedaríamos a medias simplemente si les recordamos, hemos de rezar por ellos con la absoluta certeza de que Dios escucha nuestra oración, depositamos en manos de nuestro Creador la oración confiada por quienes nos han precedido.

Desde estas líneas queremos invitaros a algo más. Párate un momento y considera también tu propia vida y el destino al que Dios te llama. Queremos ofrecerte un resumen de la doctrina de la Iglesia en torno a las realidades últimas, aquellas a las que ninguno de nosotros puede escapar. No podemos decir ¡esto no me sucederá!.

Hoy comenzamos preguntándonos ¿Por qué rezar por los difuntos?
En la Iglesia Católica el mes de noviembre, está iluminado de modo particular por el misterio de la comunión de los santos que se refiere a la unión y la ayuda mutua que podemos prestarnos los cristianos: quienes aún estamos en la tierra, los que ya seguros del cielo se purifican antes de presentarse ante Dios de los vestigios de pecado en el purgatorio y quienes interceden por nosotros delante de la Trinidad Santísima donde gozan ya para siempre. El cielo es el fin último y la realización de las aspiraciones más profundas del hombre, el estado supremo y definitivo de dicha.

«Hasta que el Señor venga en su esplendor con todos sus ángeles y, destruida la muerte, tenga sometido todo, sus discípulos, unos peregrinan en la tierra; otros, ya difuntos, se purifican; mientras otros están glorificados, contemplando ‘claramente a Dios mismo, uno y trino, tal cual es’».

Todos, sin embargo, aunque en grado y modo diversos, participamos en el mismo amor a Dios y al prójimo y cantamos en mismo himno de alabanza a nuestro Dios.

La Iglesia peregrina, perfectamente consciente de esta comunión de todo el Cuerpo místico de Jesucristo, desde los primeros tiempos del cristianismo honró con gran piedad el recuerdo de los difuntos y también ofreció por ellos oraciones ‘pues es una idea santa y provechosa orar por los difuntos para que se vean libres de sus pecados.

Los que mueren en la gracia y en la amistad de Dios, pero imperfectamente purificados, aunque están seguros de su eterna salvación, sufren después de su muerte una purificación, a fin de obtener la santidad necesaria para entrar en la alegría del cielo.

La Iglesia llama Purgatorio a esta purificación final de los elegidos que es completamente distinta del castigo de los condenados.

Desde los primeros tiempos, la Iglesia ha honrado la memoria de los difuntos y ha ofrecido sufragios en su favor, en particular el sacrificio eucarístico, para que, una vez purificados, puedan llegar a la visión beatífica de Dios. La Iglesia también recomienda las limosnas, las indulgencias y las obras de penitencia en favor de los difuntos.

sábado, 31 de octubre de 2015

CONOCIENDO LA FE

¿Halloween? Los cristianos celebramos la vida
Nos ha parecido muy interesante este artículo del sacerdote de esta diócesis el Rvdo. Sr. D. Ricardo Sanjurjo Otero, en estos días de calabazas, brujas y zombis, no está de más una mirada serena sobre los acontecimientos que celebramos en este tiempo.
 
"Vivimos en una sociedad global y, quizás, lo más global de todo son las películas, series y demás contenidos que nos tragamos cuando nos sentamos delante de la televisión o cuando ahorramos lo suficiente para ir al cine. Un buen porcentaje de esos contenidos proceden de los EE.UU. y con ellos nos llega muchísimo de su cultura. Una parte no desdeñable de esa cultura que vamos asimilando es todo lo que tiene que ver con sus tradiciones y fiestas, como la que hoy nos ocupa: Halloween. No lo vamos a negar: Halloween es una fiesta que nos atrae. Disfraces, chucherías, fiestas… ¿a quién no le gustan esas cosas? Así que no hemos dudado en apropiárnosla. Es más, aprovechando el origen celta de la fiesta por estos lares la usamos además para reivindicar nuestra propia historia y, así, resucitamos el Samaín. Aunque, en general, se celebre “a la americana”, pero lo sentimos como más nuestro si le llamamos Samaín.
 
Pero la pregunta que se plantea no es sobre el origen o sobre las raíces del Samaín. No soy yo quién para hacer historia. La cuestión es otra: ¿puede un cristiano celebrar Halloween? Aparentemente no es más que una fiesta de disfraces totalmente inocente, ¿por qué no? Incluso alguno diría que es una forma de evangelizar (y esto no me lo estoy inventando). Así que… ¿puede un cristiano celebrar Halloween?
 
La respuesta no es fácil. Una situación similar se le planteó a Pablo en Corinto. ¿Era lícito comer carne sacrificada a los ídolos? Al fin y al cabo, si los ídolos “son mentira”, ¿no sería como comer cualquier otra carne? La respuesta de Pablo es una solución de compromiso, práctica, que comienza con: «Todo es lícito, pero no todo es conveniente; todo es lícito, pero no todo edifica» (1Co 10,23) y continua diciendo que es mejor no participar de los banquetes idolátricos.
 
Lo mismo aquí. Aunque aparentemente inofensiva —al fin y al cabo no vamos a hacer rituales satánicos, sólo vamos a disfrazarnos y, quizás, beber un poco más de la cuenta—, Halloween no deja de ser una tradición pagana. Pasada por un cierto tamiz cristiano, es cierto, al menos en su nombre, pero una tradición pagana al fin y al cabo. Participar conscientemente de ello puede llevar a confusión a nuestros hermanos y puede difuminar nuestro testimonio. Y no estamos como para difuminar nada, las cosas como son.
 
Y luego hay otra cosa: el cristianismo es una religión que celebra la vida, y la Vida, con V mayúscula. Precisamente el 1 de Noviembre celebramos a Todos los Santos, a aquellos (conocidos y desconocidos) que ya gozan de la vida eterna en el Reino de los Cielos. ¿Cómo vamos a celebrar la muerte? Es más, para celebrar a nuestros difuntos ya tenemos la Conmemoración de todos los Fieles Difuntos, el día 2, con la mirada siempre puesta en la Vida con mayúsculas, mirando más allá de la muerte.
 
Debemos ser firmes en nuestras creencias y evitar dar cualquier motivo de duda, a nosotros mismos y a los demás. Si somos luz del mundo, debemos comportarnos como tal (Flp 5,8) y ser conscientes de las cosas que dejamos entrar en nuestra vida, en nuestras casas. Y si, a través de las cosas aparentemente más inofensivas, dejamos que se apague esa luz, no estamos cuidando nuestra fe, ni nuestra vida de cristiano. Es más, estamos contribuyendo a que a la larga se fomenten valores totalmente contrarios.”
 
Ricardo Sanjurjo Otero
Sacerdote
 
 
 

sábado, 24 de octubre de 2015

PREPARANDO EL DOMINGO

NO CIERRES LOS OJOS
 

EL SANTO DE LA SEMANA

SAN ANTONIO MARIA CLARET


 
Antonio Claret nace en Sallent (Barcelona) en 1807, en el seno de una familia profundamente cristiana, dedicada a la fabricación textil.
Muere en el monasterio de Fontfroide, a los 63 años, rodeado del afecto de los monjes y de algunos de sus misioneros, fallece el 24 de octubre de 1870.
Sus restos mortales se trasladaron a Vic en 1897. Es beatificado por Pío XI el 25 de febrero de 1934. Pío XII lo canoniza el 7 de mayo de 1950.

“Es un modelo para nuestros días.

Es el único padre conciliar del Vaticano I que ha sido canonizado y quien cuya vida y obra es precursor y modelo en estos tiempos de Nueva Evangelización y de aplicación del Vaticano II. Se puede decir de él que es un místico del apostolado, que dedicó su vida entero al anuncio del Evangelio y a la renovación del pueblo y de la Iglesia. San Antonio María Claret fue desde niño asistido y protegido por la gracia de Dios, pues desde pequeño tenía una idea precoz de lo que es la Eternidad. Valoraba, aceptaba o rechazaba las cosas según fueran buenas o malas en función de las verdades eternas, sabiendo que los que siguen la voluntad de Dios buscan la vida eterna mientras que quienes se obstinan en hacer lo que no es correcto verán la soledad y la desesperación para toda la eternidad.

Le dolía al santo catalán que las personas no se preparasen para la vida eterna y por eso con un ardor de misionero vemos en él algo de lo que hoy se vive en la Iglesia; la gente necesita de personas que les hablen de las cosas de Dios, que se hable de la primacía de la Palabra, de la intensificación de la primacía del Evangelio. Y San Antonio María Claret iba de pueblo en pueblo, queriendo imitar a Jesucristo itinerante. En un tiempo en que nadie hablaba de los Apóstoles él predicaba la devoción a los Apóstoles y la importancia de imitar la vida de Jesús. Igualmente San Antonio María quiso intensificar los estudios de la Sagrada Escritura. Su lema episcopal fue un programa de vida: “La caridad de Cristo me apremia”. Dedicó su tiempo a vivir como Jesús, dedicó su tiempo al servicio de Jesús y a difundir la devoción a la Virgen para pedir por los otros. Considerar el corazón, el alma de la Virgen como el molde de su corazón de misionero.

No se olvidaba de los laicos. Organiza la Academia de San Miguel para que seglares colaborasen con la Iglesia en la obra del apostolado. San Antonio María se anticipa en el ver la descristianización de España, y por eso se dedica a renovar la Fe del pueblo, buscando el cambio de vida de la gente, evangelizándoles. Y por esto el santo nos sirve a nosotros como modelo.  Nos lleva a considerar que el recuerdo de lo eterno, nos debe llevar a no apegarnos a lo transitorio, mismo cuando ello es bueno. Y por eso mismo debemos plantearnos siempre las cosas en función de la eternidad. Y tratar de todo corazón de llevar a nuestros hermanos hacia el esplendor de la resurrección y recordarles la primacía de la Eternidad.

San Antonio María nos recuerda que hay que imitar a Jesús en la sencillez y en la disponibilidad de las personas en el servicio de los demás, a vivir imitando el estilo de vida de Jesús y de los apóstoles. Y nos recuerda que la devoción a la Virgen como maestra, como modelo de Fe. A vivir con Jesús como María. A escuchar a Jesús como María y a acompañar a Jesús como María lo acompañó. Debemos dejar que Ella moldee nuestros corazones, de manera que seamos discípulos, seguidores y adoradores de Cristo.

Nuestros tiempos de increencia tienen que ser tiempos de misión, tiempos de evangelización. Y si el Señor nos llama para dar un paso más, hay que darlo sin respeto humano y sin importarnos lo que dicen los demás. Lo que interesa es estar dentro del plan de Dios. Pidamos por la intercesión de Santo Antonio María Claret al Señor que nos dé un corazón de discípulo, un corazón de misionero, un corazón de apóstol, como él necesita para nuestras tierras y para nuestra Iglesia” Mons. Fernando Sebastián.

Oración Apostólica de San Antonio María Claret.

Señor y Padre mío,
que te conozca
y te haga conocer,
que te ame
y te haga amar;
que te sirva
y te haga servir;
que te alabe
y te haga alabar
por todas las criaturas.